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Una mañana en la Zona Cero

Miguel Pérez de Lema

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-Qué frío.
-Joder qué frío.

Hace un frío odioso, que duele, esta mañana en el distrito financiero. La Zona Cero, siete años después, es un hueco limpiamente hormigonado, sobre el que se elevan grandes grúas, similar –aunque tan distinto- a cualquier otra obra de cimentación que hayamos visto. Asomándonos entre las vallas, podemos ver a algunos trabajadores que hacen un descanso, fuman un cigarrillo y beben de esos enormes cafés en vaso de cartón que lleva por aquí la gente para combatir el frío.

Nada especial. Ninguna emoción cuando pasamos por la puerta de la exposición fotográfica permanente que conmemora la catástrofe, ninguna vibración nos llega del otro mundo, ningún vértigo ectoplasmático de aquellas 3.000 almas que se elevaron al cielo desde este solar -¿o fueron 4.000?-.

El frío sí que se siente, arrecia con un aire de amanecer húmedo, refrescantemente frío, que entra desde la cercana punta de la isla de Manhattan. Es más o menos la misma hora a la que sucedió todo y nos metemos, como haría tanta gente aquel día, a desayunar en la primera cafetería que vemos, -de la que salen varios obreros con sus cafés y sus bolsas de comida-, al borde mismo del hoyo.

Nos sentamos a tomar uno de estos enormes, hirvientes e insípidos cafés americanos, con un bollo, intentando entrar en calor, y echamos distraídamente un vistazo al lugar. Descubrimos que sin darnos cuenta nos hemos metido en una especie de museo de la memoria. La cafetería está llena de recuerdos, decorada con grandes fotografías del día de la catástrofe, en cuyos marcos la gente ha ido entremetiendo fotos de sus familiares muertos y nadie se ha atrevido a tocar. Hay una muy grande que retrata este mismo lugar, entonces, convertido en improvisada enfermería. En la foto, las repisas de las que han sacado los bollos que vamos a desayunar, son un botiquín de campaña. ¿Una prueba de respeto, un autohomenaje, una potente herramienta de marketing?

El caso es que nos ha ido cogiendo un poco de sentimentalismo, con el café despabilándonos, y vamos poniéndonos en situación. Sentado junto a un enorme ventanal puedo, por un momento, hacerme una idea lejanamente aproximada del sobresalto que debió sentir el tipo que desayunaba sentado en mi silla. Y me imagino el ruido indecible de después, y la nube de humo, polvo, y carne molida, fluyendo por esta bocacalle que se pierde hacia la zona de Wall Street.

Vamos luego al punto conmemorativo, propiamente dicho, oficialmente establecido: una carpa, unas banderas, una placa con los nombres de las víctimas, y un montón de gente que se pregunta qué hace exactamente allí, porque la obra, el hueco, está tapiado y apenas hay nada ver, sólo estar.

Bajo un cartel que prohíbe la venta de postales y souvenirs un negro vende postales y souvenirs, y agradecemos esta muestra de la lucha por la vida. Hay que vivir. Este negro nos recuerda a ese otro negro que a mala leche se pone con una mesa y un enorme bote en la puerta de Tiffany’s, recaudando fondos para una supuesta –o quizá auténtica- Asociación de Homeles de Nueva York.

El frío nos echa de allí rápidamente y cruzamos la calle para recibir la última dosis de emoción. Es la vieja y coqueta iglesia de Sant Paul. Nos sorprende otro memorial en lo que decididamente ya entendemos como un parque temático de la catástrofe. La iglesia fue cedida como lugar de descanso para los bomberos, policías y voluntarios que salían del agujero después de horas de remover los escombros entre el polvo pegajoso de hormigón y amianto cancerígeno. La gente les llevaba comida que preparaban en sus casas, y mantas. Y al poco tiempo se colocaron unos catrecillos para que reposaran, y sobre uno de ellos, alguien colocó un pequeño peluche, como símbolo del bienestar, o del hogar, o de la inocencia, o de los buenos sentimientos, o de todo al mismo tiempo. Al poco tiempo, cada catrecillo tenía su peluche y el peluche era un símbolo que ha permanecido intacto hasta hoy.

La iglesia se ha consagrado a este asunto y toda ella es una exposición permanente de muchas de aquellas muestras espontáneas –una pared llena de fotos de desaparecidos que ponían sus familiares con un número de contacto-, otra con tarjetas de apoyo, un alud de peluches, la chaqueta destrozada de un bombero…

Hay aquí, en todo este entorno, un verismo indiscutible que se confunde con algo como de decorado, no falso pero sí consciente de que el mundo está observando. Una decidida muestra de tiempo detenido, que lucha con la inevitable corriente de la vida y el empuje de una obra misteriosa –el agujero- que tarde o temprano tendrá forma de algo, un parque, un edificio inmenso, lo que sea, pero algo que deje de señalar el desastre.

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0 respuestas a «Una mañana en la Zona Cero»

Amsterdam, Dachau, Las Vegas, la zona zero de NY… Al final vas a resultar un aventurero.
¿Te estás reservando lo de Las Vegas?¿habrá una serie sobre tus días en los EEUU?

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