Por Pedro Lluch
La batalla ha terminado. El paisaje queda yerto, desolado, cúmulo imposible de desolación y estropicio. Llevo desde las tres esperando que me traigan el baúl donde he de meter las muestras, los catálogos y cuatro cosas más que han sobrevivido a estos cinco días de feria en Milán. Desde las tres espero, y son las ocho, y son tres las cervezas que han caído, y serán varias las ginebras que caerán antes de que aceptemos, yo y la coordinadora del transporte, que no llegará el baúl.
Una feria se parece mucho a una guerra. Un plan, unos recursos puestos a disposición del mando y un objetivo. Y largas esperas. Y tediosas esperas. Problemas de logística y de intendencia. Disposiciones finales en base a las circunstancias tácticas: mejor colocamos el mostrador frente a ese pasillo, se verá mejor. Y luego momentos de gran tensión que dan paso al tedio de nuevo, a la espera. Caras conocidas, caras olvidadas, confundidas con otras muchas vistas en otras ferias hace un año, en otra ciudad, o en un aeropuerto con motivo de una misión comercial, pero no sé si fue Argelia o aquella vez que estuvimos en Túnez… y sonrisas que son de plástico y aguantan horas, imperturbables. Se las conoce como sonrisas de KLM.
El enemigo anda cerca: camuflados con nuestros trajes y corbatas, les emboscamos. Y logramos sonsacarles informaciones (inteligencia, dirían los militares), y transmitimos desinformación. Esta feria última ha sido una gran operación de mi departamento de psy-ops. Y pasan los días.
El contacto con el cliente es agotador. Te enfrentas a él durante breves minutos: en minutos has de lograr seducirle. Puede que la seducción sea un juego que se me dé bien; mas es un juego oneroso, consumidor. Y bizqueo al cabo del día, cansado, recorriendo las avenidas entre los pabellones cubiertos por la estructura de vidrio que ampara el bullicio de este recinto ferial. Pasos cansados hacia el metro, hacia el centro, una pizza y al sobre. Mañana será otra lucha.
El traje se arruga, la corbata tuerce la mueca al tercer día, y la recompongo en el espejo del ascensor, antes de salir al lobby del hotel, donde ya me esperan para otro asalto, y vamos tachando días, y nos decimos que sólo tres días quedan. Y dos, y mañana the war is over.
Pero llevo desde las tres esperando que me traigan el baúl. Y son las nueve. Y son tres las cervezas. Y tres las ginebras. Y miro la desolación en derredor y no puedo levantarme. Han apagado las luces. Se oyen los estridentes pitos de los toros mecánicos moviéndose por todas partes. Los primeros desmontadores, como saqueadores, bajan carteles, arrancan moquetas, empacan mobiliario y se llevan mamparas y puertas. Les veo hacer con una Bombay Saphire en la mano.
Mañana, en el avión, lloraré: el estrés supurará por las orejas: llanto quedo, ojos rojos. Hombre roto pidiendo kleenex a las azafatas. Y dejo que fluya, que el hipo se me lleve, que la angustia y el agotamiento se disuelvan en mocos.
La guerra ha terminado, sí, tal vez. Pero conmigo llevo la resaca, el cansancio y el hastío. Y el asco de quienes no sabemos si hemos ganado o perdido esta batalla. Pero la guerra sigue. Y pronto me destinarán a otro frente. Y a otro más tarde.
0 respuestas a «the war is not over»
Acabo yo también de volver de una remota feria: dolor de pies, jet lag, ráfagas de paisaje en la maleta… Lo peor las ginebras solitarias, tron, así lo empeoras todo.
Mucho ojo con eso.
Ánimo, viajante, ya somos todos un poco Willy Loman.
Miguel.
Miguel, ilústrame: ¿Quién es Willy Loman?
Protagonista de la tragedia de Arthur Miller «Muerte de un viajante».
Una de las cinco o seis obras cumbres de la dramaturgia del S. XX.