Por Hijadecristalero
Sábado por la tarde.
Me hago vieja.
Sólo quiero tirarme en un sofá y leer.
O sentarme al sol que entra por la ventana frente al ordenador y escribir. No pensar en nadie ni en nada.
Mi hijo mayor se va a buscar a un amigo, pista libre.
Pero mi hija, como cada sábado, me pregunta ¿qué vamos a hacer?
Tiene 12 años.
No hace ni cuatro horas que he cerrado la tienda.
Ella cree que los padres perfectos son aquellos que siempre tienen planes excitantes. Pero eso son los padres de los anuncios del siglo XXI. Y yo no me parezco nada a esas mujeres que viven en cocinas que dan a la piscina que hay al fondo del jardín, ni a esas ejecutivas que acaban de dejar un Mercedes en el garaje para correr a abrazar a su chiquitina con un kinder bueno en la mano.
Yo me parezco más a mi abuela, que se quedó viuda con 4 hijos y se ganaba la vida limpiando oficinas. Trabajo 13 horas al día, me acuesto pensando en el dinero y me levanto pensando en el dinero. Dedico gran parte de tiempo a trampear para sobrevivir.
En la época de mi abuela, si había apuros en la casa, los hijos se ponían a trabajar para colaborar en la economía familiar.
Ahora parece que estamos educando a nuestros hijos para que vivan en la irrealidad, en un mundo en el que las contrariedades y los problemas no existen, en el que todo está garantizado. Estado del Bienestar, lo llaman.
¿Qué hacemos hoy?, vuelve a repetirme mi hija.
Tú, por lo pronto, recoger tu cuarto y bajarte a la calle. Y si no hay ningún amigo, te pones los patines o te coges la bici y das vueltas por ahí, como hacía yo a tu edad, le digo desabrida.
Obedece de mala gana y, según cierra la puerta, me atacan los remordimientos de conciencia.
Eso es algo con lo que los hombres no nacen. A un padre no le remordería la conciencia por mandar a un hijo a la calle. A una madre trabajadora sí: en el acto te pones a pensar cuánto tiempo le has dedicado esta semana a tu pequeña.
Y, reconcomida por la culpa, me asomo a la ventana para proponerle algún plan.
Está sentada, con los patines. Aburrida. Sola.
¿Quieres que hagamos algo?, le digo.
Levanta la cabeza buscándome en la ventana y me sonríe.
En ese momento, llega un coche. Nuestras vecinas, sus amigas. Que se bajan corriendo para saludarla.
En el acto se olvida de mí.
Ahora, mientras escribo estas líneas, por fin sola y a mi bola, la oigo jugar feliz con ellas bajo mi ventana.
Ella está feliz y yo también.
Incluso sin huevo kinder.