Miguel Pérez de Lema
Vestirse de muñeco exalta, revela lo intenso del muñequismo, las altas pasiones de su vida interior. El que se disfraza disparata siempre. No hay disfraz de persona cabal.
El disparate al que lleva esta transmigración, pues disfrazarse es ante todo robar el alma a un muñeco, tiene dos tendencias antagónicas –tan enconado es el espíritu muñequil-: el disfraz de sufrir y el disfraz de gozar.
Los penitentes y los carnavalescos, (místicos/dionisíacos) son las dos facciones dominantes del ropero de la tienda de disfraces. Como cosa intermedia y enrevesada interesa señalar el disfraz de cuero del sadomasoquista, que es disfraz de penitente que entrega su sacrificio al demonio para que le lleve al infierno, frente al disfraz de penitente de Semana Santa que lo entrega a Dios para que se lo lleve a su corte celestial.
El espíritu del muñeco, cuando posee al disfrazado, le da un valor metafísico, teológico, y lo trasciende hacia los dos extremos del alma, tiende al ángel o al demonio. Llaman la atención los disfraces de lo perverso, mucho más abundantes (vemos en la tienda el disfraz de oficial nazi, que dice la encargada que tiene mucho éxito, y asistimos cada año al crecimiento de ese aquelarre infantil que es halloween) y llaman la atención porque a su lado hay otra gran percha de disfraces angélicos. Disfraces de monja, de ninfa, de hada, de princesa, de bailarina, de enfermera.
El disfraz tiene también una categoría baja, severa, pervertida, utilitarista y prepotente, a la que sucumbe cuando pierde su valor extraordinario e impredecible y se convierte en la rutina forzada del uniforme.
El uniforme, disfraz gremial, máscara de trabajar, muñequiza constante y genéricamente. Lleva la identidad del individuo a la trastienda del espíritu y le echa la llave para darle al hombre el poder del símbolo, el atributo, y negándole a cambio la capacidad de hacer cualquier descubrimiento propio.
El uniforme muñequiza para mal, es el disfraz sin revelación, es robar el alma a un muñeco sin ideas. El uniformado cree obtener el poder que como individuo nunca tendría cuando recibe del alma del muñeco la capacidad genérica para conjurar a los elementos, exaltar las pasiones, e hipnotizar y someter la pobre voluntad de los hombres. Pero es un coraje falso, un servilismo.
El disfrazado roba el alma al muñeco en un rito de iniciación, que acaba, lo más tarde, al amanecer y vuelve luego en sí mejorado, catartizado, o simplemente resacoso. Pero el uniformado no posee nada sino que es poseído por el alma del muñeco, envuelto en su mortaja útil y permanente.
El fuego no peleará bravamente hasta que no escuche la sirena y se vea ante el brillo del casco y de las botas bomberiles.
La enfermedad reacciona con todo su ingenio ante la bata blanca, y el cáncer sonríe ante la máquina de rayos x.
El crimen es un monólogo trágico que precisa de una toga ante la que ser declamado.
El pecado, que antiguamente buscaba una sotana busca hoy la barba postiza y el acento postizo del psicoanalista porteño.
El deseo se enciende ante la faldita de esa colegiala que ha pegado el estirón, es puro rijo decadente tras la cofia de la doncella de servir, languidece ante la blusa estupefaciente de la perfumera del Corte Inglés, y es un sátiro que quiere saltar sobre el pomposo vestido de la novia y desgarrarlo y dejarlo lleno de manchas de barro.
La guerra, sin duda, es el desenfreno criminal del uniforme, la posesión muñequil más acérrima, devastadora y predecible. Qué placer muñequista el de Napoleón dirigiendo la batalla desde lo alto de una colina, mientras abajo los muñecos forman, avanzan, chocan y caen.