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Mi tierra (homenaje a Balaguer en invierno)

Por Pedro Lluch
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Mi tierra huele a secano, a muros de piedra mal encalados que rezuman nieblas en invierno y que en verano con sus sombras trazan diagonales infranqueables; son cielos grises como de spleen parisino en invierno y azules cobalto en verano (pían las golondrinas rasgando el cielo). Mi tierra está al final de una carretera recta y estrecha, y se yergue con la muralla medieval, su catedral sin gracia, su río y sus vegas desalmadas. Callejones amortajados con luz naranja de noche; callejones turbios de gitanos y empinadas cuestas hacia el templo mayor.

Mi tierra es un bosque de encinas que padece cuatro años de sequía. Caminos que levantan colas de polvo cuando los recorro en coche. Grietas de vida llenas: romero, aliagas, brotes que han de ser encinas, guaridas de conejos, territorios de pseudo-estepa donde reina el sisón —Tetrax Tetrax–. Cuatro cipreses en mi era se alzan dibujando, con otros colores, mi bandera: contra el blanco del invierno, contra el añil de estío, son las cuatro barras verdes de los cipreses sempervirens.

Mi tierra es una casa del siglo XVII con sillares romanos. Son muebles art-déco y una ventana que aún hoy muestra la herida de una bomba del 38. Son vidrios finos que retiemblan al mover las hojas de las puertas. Son desvanes llenos de baúles aún sin explorar, y sillas de caballería en las barandas del antiguo gallinero, bajo el tejado, y un par de sables sobre la chimenea que nunca arde, es una extensa colección de misales y una cama donde murió la antigua titular de esta casa. Con su orinal y un tapiz mostrando la huida a Egipto. Son medallas y encomiendas en el comedor, y juegos de café en las alacenas.

Mi cama es fría. Y las mantas de los años cuarenta. La nevera innecesaria: me basta dejar las cervezas sobre la encimera para disfrutarlas sin que parezcan tibias. El frío hace que los dedos parezcan regordetes.

Sábado: mercado en la plaza. Vida. Fruta, y ropa, y caracoles y pollos asados. Multitud bizarra de orígenes dispares: senegaleses, magrebíes, rumanos, algún turista extraviado, y la comarca entera comprando envuelta en gorros y jerseis y abrigos gruesos como ya no se ven en Barcelona, la casi tropical capital de este país.

Sábado (y domingo): sábanas heladas, mantas viejas. Bebo un trago de ratafia. Me duele el pecho. Y la tristeza rezuma por las paredes como humedad de boira.

En dos días me voy al norte, muy al norte (Tallín y Vilnius). Tengo miedo. Desidia de los días. Ilusiones congeladas (Hemos escogido a otro perfil, me han dicho; no les gustó mi perfil: demasiado narigudo, no siempre erguido, y con mis incipientes curvas de cuarentón, eso pienso).

En mi cabeza se ha introcido una moto. De líneas agresivas, devoradora de asfalto y capaz de triscar por el campo, la GS650 de BMW empieza a caracolear en las circunvoluciones de mi cerebro. Ronroneo al imaginarme subido en ella. Ronroneo, soñando que en ella me subo para surcar asfaltos, cruzar rayas, atravesar mesetas y recorrer sierras, cordilleras, pedregales, terraplenes…

Me atosiga de nuevo la necesidad de huir. La huida constituye mi más genuino elemento caracterial. Soy un fugado del mundo, un huido de mí mismo. Lost in translation es una película que me gustó, y Lost me llaman. Y sin embargo la desazón se crece porque descubro que no sé perderme, no acabo de lograrlo. No estoy perdido, pero sí desorientado.

Por eso me recluyo en el frío, en los olores, en los ruidos de mi tierra. Es una necesidad, un anclaje, una consuetudinaria salvaguardia que me impide descarrilar.

Por eso en Vilnius me zambulliré en el vodka. Y seguiré ronroneando. Y soñando. Y añorando esta tierra, la mía.

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