por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: blueskyrecording
A los siete u ocho años les dije a mis padres que me gustaba la música y que quería aprender a tocar el piano. Mis padres se asustaron al principio, pero luego se alegraron, ya que veían en eso la posibilidad de una futura carrera para su único hijo.
Tras hacer una prueba —que consistía en repetir con los dedos sobre la tapa de un piano un tamborileo que hacía el profesor—, en la escuela de música me dijeron que tenía talento. Así empezaron mis estudios. Como los había empezado ya un poco mayor, mi dijeron que debía cursar dos años juntos, algo que para un niño con mi talento, no debía suponer problema alguno.
Mis padres me compraron un “Riga”, un trasto muy caro y muy grande pero mi futuro de pianista justificaba claramente aquel gasto. En la escuela de música también cantaba en el coro. Tenía buena voz y en los conciertos de gala me ponían en primera fila para que se me oyera mejor. Me apunté también al grupo de instrumentos de viento, la fanfarria. Me asignaron un puesto de acompañamiento en segunda o tercera fila. El instrumento que yo tocaba tenía que emitir un “pum pa, pum pa” acompasado que, junto con otros “pum pa, pum pa”, formaba la base sobre la que se asentaba la melodía principal.
Sin embargo, mi supuesto talento no me salvó de las torpezas y de los tropiezos que, según dicen, sólo se superan con el trabajo. Para corregir los errores que cometía, mi profesora de piano me cogía el dedo culpable y lo golpeaba varias veces contra la tecla. Las puntas de los dedos, sobre todo en los adolescentes, son lugares sensibles y nerviosos, preparados para roces suaves y tiernos, de modo que el dolor que debía aguantar era bastante fuerte. Al tercer o cuarto año de mi aprendizaje musical envié a la mierda mi talento y dejé de ir a clases de piano. La excusa más frecuente era el dolor de la tripa. Prefería jugar al ping-pong, al baloncesto o a las cartas, fumar y probar el alcohol con mis amigos y compañeros de clase, o bien quedarme en casa sin hacer nada. A mi piano un día le rompí una tecla de un puñetazo.
Por supuesto, mis padres se enteraron de las faltas, pero nunca supieron el porqué.
El único resultado de aquel método de aprendizaje fue una crispación horrible durante los exámenes, un temblor de manos imposible de controlar y un miedo a hablar en público que no se me quitó del todo con los años.
Terminé mis estudios de música con un examen de mi instrumento de viento. Interpreté una partitura especial de “pum pa, pum pa”. Mi profesor, que conocía mi problema, me estuvo animando durante la prueba con sonrisas amistosas.
Por eso le dedico este cuento.