por Miguel Pérez de Lema
Fotografía en contexto original: twitter
Entre las idolatrías de nuestro tiempo ninguna es tan poderosa como el culto a la belleza. Estamos tan rodeados de iconos que apenas nos damos cuenta de su poder. Es fácil salirse de una religión, pero es mucho más difícil que la religión salga de uno. Y resulta que sí, que estamos hechos para adorar, que somos una máquina hecha para buscar a Dios, a cualquier clase de ideal, y que ahora que no creemos en nada concreto nos sometemos sutilmente al ideal olímpico, mazado, frotable y cardiosaludable del guapismo.
Lo cual que hablamos de Pedro Sánchez.
La facilidad con la que esta criatura ha llegado a su situación actual es asombrosa. Si fuéramos verdaderos paganos podríamos pensar en un elegido de los dioses, y esperar de él un recorrido heroico detrás de su destino, lleno de pruebas y un final ejemplarizante, pero como hijos de una civilización pueril estamos un escalón más bajo, en el puro animismo. En Dysney/Men´s Health/Pornotube.
Pedro Sánchez es un muñeco al que hemos transferido poderes sobrenaturales (como el ejecutivo en una nación al borde del suicidio, entrampada con una timba de prestamistas que puede contagiar su ruina a toda Europa si deja de pagar sus deudas) y le adoramos no por ser quién es sino por lo que parece. Un galán. Un Apolo. Un cipote con patas.
El héroe clásico acaba mal pero ver su sufrimiento purifica al pueblo con la catarsis. Pero el Sánchez hiperreal que vemos en la pantalla no es un ser humano sometido a los enojosos procesos y decadencia de la carne. Pero tampoco un héroe, sino un ídolo kitsch que ni siente ni padece, que sonríe sin sentir ni transmitir ninguna emoción, y que si algún día lo viéramos llorar sería para comérselo.
Sánchez, en tanto hombre que encarna lo adorable, no puede acabar mal, porque siempre caerá de pie y ocupará un sitio en otro escaparate cuando el que hoy ocupa no sea más que humo y ceniza, ni su caída nos enseñaría nada.
Seremos nosotros, al adorarle, los que sufriremos las consecuencias de nuestra confusión. Por nuestra culpa, por nuestra grandísima culpa.