por Marisol Oviaño
El día que muera no dejará gran cosa tras él.
Apenas una vieja furgoneta, unas guitarras y unas cuantas herramientas que, imagino, se repartirán los amigos más cercanos. O tal vez unos chinos, pues el hombre que vive al filo bien podría morir en China, Taiwán, Camboya o alguno de esos países en los que se pierde largas temporadas. Pero apostaría a que faltan muchos años para que eso suceda y, mientras tanto, no importa el lugar, ni las adversidades, ni los elementos: él siempre sobrevive gracias a su música. A salto de mata y en la mayor austeridad, pero fiel a una libertad extrema que provoca admiración y miedo a partes iguales.
Al viejo macho alfa lo expulsaron de la manada hace más de diez años. Desde entonces no ha dejado de demostrar que calibraron mal sus fuerzas. No sólo no era un hombre acabado, sino que ahora está más vivo que antes. Las dificultades le han vuelto más resistente, más rápido y todavía más listo de lo que era. No fuma, no bebe, no se droga y apenas come; la maquinaria de su cerebro le provee de todo cuanto necesita.
Y aun así es difícil.
Lo peor, el invierno.
Si alguno de sus amigos ricos le invita a navegar de un continente a otro, marinero como es, se enrola sin dudarlo; aunque eso no sucede con la frecuencia que le gustaría. Si no hay barco pero sí dinero para un billete de avión, desaparece en Asia. Y cuando no tiene posibilidad de huir del frío, se repliega a lo más profundo del bosque, para lamerse las heridas y resistir con la energía que su cuerpo ha acumulado durante el verano.
Se amolda entonces al ritmo de la naturaleza; durmiendo mucho y moviéndose poco, lo imprescindible para sobrevivir. Baja a la civilización una vez al mes a comprar comida; sale, motosierra en mano, a buscar leña en los alrededores, recoge piñas… Nada lo distrae de componer y tocar la guitarra a todas horas, y pasa semanas sin hablar con nadie, excepto con ese gato que en todas partes lo adopta y pasa con él el invierno. Durante esta semi hibernación, el hombre que vive al filo no suele dar señales de vida. Excepto en Nochebuena: esté donde esté, nunca olvida felicitarme la Navidad para recordarme que piensa en mí. Para que también yo me sienta menos sola.
Cuando llega el buen tiempo, el misántropo ermitaño muta en perejil de todas las salsas. Carga todas sus cosas en la furgoneta, cierra la cabaña, se coloca esa sonrisa a la que es imposible no sonreír y sale a reclutar a otros lobos perdidos, con el objetivo de poner a la gente a bailar allá por donde pasen.
Si los bolos le traen por mi zona, me llama e intentamos vernos. La mayoría de las veces no lo conseguimos, porque yo no tengo tanta capacidad de improvisación: alumnos, librería, familia… Pero él lo sabe y yo lo sé, de modo que procuramos no frustrarnos cada vez que un plan no sale. Con el tiempo, he aprendido a no echar cuenta de lo que hemos acordado hasta que le veo aparecer. Si conseguimos vernos, bien. Si no, también. Es su libertad lo que lo hace tan atractivo, nunca he querido meterlo en una cajita. Y la libertad extrema tiene estas servidumbres.
De modo que así llevamos unos diez años.
Queriéndonos en la distancia y, a ratos, juntos.
Ni él intenta cambiarme a mí, ni yo intento cambiarle a él.
Decir que envejecemos juntos sería sólo una metáfora piadosa. Pero sí nos estamos viendo envejecer, y entre nosotros hay una grandísima confianza.
Supongo que ambos llevamos demasiado tiempo solos; necesitamos menos literatura y más piel. Estar juntos sin nada ni nadie alrededor, como aquella vez en Zaragoza.
– ¿Te acuerdas de Zaragoza? –me pregunta con ojos golosos.
Hoy por fin, hemos logrado coincidir. Cuando ha llegado, se ha bajado del coche y me ha abrazado con energía juvenil. Nadie diría que tiene casi setenta años. Pero, aunque su trabajo de hombre joven le mantiene joven, el tiempo también pasa por él.
– No soy ni sombra del que fui.
– Tampoco yo -admito antes de confesarle mis inseguridades.
La vejez, como la adolescencia, te convierte en otra persona a la que tienes que acostumbrarte y, lo que es peor, a la que tienen que acostumbrarse los demás. Yo hablo de mis nuevas inseguridades con las amigas, pero él no tiene con quien hacerlo: sólo se relaciona con mujeres jóvenes y mercenarios de la música, la mayoría de la gente sólo conoce su fachada circense.
– De estas cosas sólo puedo hablar contigo -dice poniendo su manota sobre mi manita.
Antes de que viniera, habíamos hablado de que se quedara un par de días por aquí. Pero ha llegado antes de que mi hija se vaya de vacaciones, no podríamos disfrutar de la intimidad que tanto añoramos. Y él no puede retrasarlo: le han salido varios bolos y va a estar todo agosto recorriendo la Península en su furgoneta con unos músicos taiwaneses.
Llevamos años sin disfrutar de un paréntesis, y las horas que hemos pasado juntos se nos han hecho cortas. De modo que antes de que se marche planeamos una pequeña escapada, a dónde sea, aunque tengamos que dormir en la furgoneta. Sin mis hijos, sin asiáticos, sin obligaciones. A los dos nos brillan los ojos imaginándolo, pero él tiene que irse ya.
Le acompaño hasta el coche, nos abrazamos largo rato y nos despedimos prometiéndonos encontrar un par de días para estar juntos.
Pero yo he aprendido a no echar cuenta de lo que hemos acordado, y no me quedo a ver cómo se aleja.
Estas son las vidas que hemos elegido.