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La hoguera de las vanidades y el hotelito

por Miguel Pérez de Lema

Recordamos que Savonarola agitó la Italia del Renacimiento clamando contra la corrupción y la opulencia, convocando a sus seguidores a arrojar a la “hoguera de las vanidades” los objetos de lujo, y que al final fue él quien acabó purificado en las llamas de la inquisición.

Pablo Iglesias no tendrá un fin tan espantoso pero tampoco recordado dentro de 500 años como un ejemplo de rectitud moral. Pertenece a otra categoría, más leve, más contemporánea, la de los simuladores. Su vida pública será más larga que la del monje furioso, pero su recuerdo será tibio, y breve, en consonancia con los tiempos que corren.

Todo Pablo Iglesias es un juego de “como si”. Un actor. Puede que bastante bueno. Pero que nunca ha comido lentejas con chorizo sin chorizo, ni ha tenido que elegir entre pagar la luz o quitarse de cualquier otra cosa, casi tan necesaria. Me parece probable incluso que nunca haya intimado con una de esas personas que se acuestan con ganas de que nunca amanezca.

Culparle de ello es una imbecilidad en la que no sabríamos caer, pero confundir la representación con la realidad es igual de estúpido. Para Pablo Iglesias, que no es estúpido, no existe un conflicto real entre lo que representa y lo que en realidad es, porque tiene plena consciencia de que son dos cosas diferentes. Y no puede aceptar la idea de que para los demás sí exista el conflicto.

Pablo Iglesias podría haber irrumpido con el mismo discurso que empleó, sin disfraz, sin actuación, pero probablemente no habría tenido éxito. Disfrazarse de pobre para representar a los pobres con mayor credibilidad es una mentira útil, que retrata al comediante, pero quizá retrata más al público que asiste a la comedia cuando esa comedia es la vida real. Su propia vida.

Pablo Iglesias podría haberse presentado como quien de verdad es, una persona afortunada, miembro de pleno derecho la clase media, y futuro heredero de una pequeña fortuna inmobiliaria, que no obstante defiende los intereses de los menos favorecidos que él. Pero ¿habría funcionado?

Deberíamos preguntarnos por cómo son sus seguidores. ¿Cuántos de ellos son clase media acomodada como él, cuántos son pobres y viven la realidad de la ficción que él representa, y finalmente, cuántos son como él y se disfrazan igual que él? De los tres tipos de seguidores, los últimos, los que tienen una identificación plena con su líder, puede que sean los más recalcitrantes.

El problema, no obstante, existe. Cuando el comediante no sólo se disfraza de pobre sino que desacredita a los que son igual que él, pero no se disfrazan, y finalmente se le cae la máscara, se produce un extraordinario efecto dramático.

No sabemos cómo acabará Pablo Iglesias. Pero sí sabemos que Savonarola no se compró un hotelito.

Todo se pierde. Todo el mundo, al final, te acaba decepcionando.

Solo los niños están a salvo de esta verdad, que dolorosamente acaban aprendiendo con los años. Bueno, no sólo los niños, también los idiotas, pero estos nunca aprenden.

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