por Loopy De Loop
Milán Kundera define coqueteo como “promesa de coito sin garantía de cumplimiento”. Algo de eso hubo en un episodio de mi historial como músico de Rock&Roll.
Tocábamos a trío el viernes y el sábado en un pub durante las fiestas de Logroño. La primera noche, el teclista y yo decidimos reservar energías para el concierto del sábado y, prudentes, nos volvimos al hotel en el que compartíamos habitación. No hizo lo mismo el batería, que se fue de marcha con un grupo de fans. No supimos más de él hasta las cuatro de la tarde del día siguiente; el teclista y yo nos disponíamos a echar una siesta después de una buena degustación de gastronomía riojana, cuando nuestro compañero irrumpió en el dormitorio acompañado de dos preciosas y jóvenes gemelas.
Los tres mostraban síntomas de haber empalmado la noche y el día con copas, rayas y/o otras sustancias. Y tras una breve y confusa presentación, propuso que continuáramos la fiesta todos juntos. En nuestro modesto hotel no había ni minibar ni servicio de habitaciones, y cuando nos recuperamos de la sorpresa inicial, bajé a buscar unas copas. Animados por ellas, el teclista y yo fuimos entrando en calor a la par que subía la temperatura ambiente. Hasta tal punto, que una de las gemelas acabó revolcándose con el batería en una cama, mientras en la otra nos preparábamos para lo que prometía convertirse en un menáge a trois.
Pero, de repente, su hermana interrumpió la faena con el batería para recriminarle su indecencia, tratándola de puta por montárselo con dos tíos a la vez. Cuando se enzarzaron en un demencial “y tu más” en ropa interior, se esfumó de golpe la sensación de estar haciendo realidad una de mis recurrentes fantasías eróticas. .
Me vestí sintiéndome manipulado, frustrado y cabreado, y salí de la habitación mientras en mi cabeza resonaba la versión cañí de la elegante definición de Kundera: “calientapollas”. Calificación que se corroboró cuando mis colegas reconocieron que ninguno de los dos había consumado.
El teclista había convencido a su pareja de buscar intimidad en la habitación del batería, que estaba vacía. Pero cuando estaban desnudos y en la cama, la chica mantuvo una actitud tan pasiva – mi amigo la atribuyó al cansancio y la resaca-, que la libido de él se vino abajo.
Recordando en estos días lo que pudo haber sido algo más que otra anécdota de sexo, droga y rock&roll, intuyo que, más allá de que el alcohol y los estimulantes inhibieran en ellas la impronta maternal sobre “lo que buscan todos los hombres”,
había también en su actitud algo de la fascinación, mezcla de miedo y atracción, que todos sentimos al borde de un precipicio. Y también algo del morbo de la transgresión.
De manera insensata exploraron sus límites, se asomaron al lado salvaje poniéndose a prueba a sí mismas… y a nosotros.
Tuvieron suerte: éramos lobos buenos.