para Ubeube
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Él está tumbado en su jardín, mirando las estrellas.
Se fumaría un cigarro,
pero lo dejó hace años.
De buena gana se pondría una copa,
pero los médicos le tienen prohibido el alcohol.
Y su mujer reserva el sexo
para los días especiales.
De modo que sigue tumbado en su jardín, mirando las estrellas.
Echando de menos la juventud,
cuando lo mejor estaba por venir.
Pero lo mejor quedó hace mucho tiempo atrás. Y es hacia allí a dónde mira cuando contempla el firmamento. Le han quitado todo: el tabaco, el alcohol, el sexo, la emoción… pero hay una droga que no podrán quitarle: el pasado.
Y, a pesar de la hora, siente la necesidad de ponerle un WhatsApp.
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Bip,bip.
Ella acaba de encender el ordenador para sentarse a pasar la vida a limpio.
«Escribir» es el verbo que la resume desde que tenía siete años. Si no fuera por sus dos hijos, la literatura sería la única razón de su existencia.
Mientras espera a que el ordenador cargue, coge el móvil para leer el mensaje que acaba de llegarle. Y cuando ve el nombre que late en la pantalla de su móvil, sonríe agradecida; como cuando los hombres le decían sonriendo: ay, qué peligro tienes.
Pero de eso hace treinta años, y ahora es completamente inofensiva. Por la calle los niños se dirigen a ella como señora, los adolescentes le calibran las tetas con la mirada obligados por la biología, y para los hombres de su edad ya no es una mujer. Sólo algunos jubilados, quizá por las cataratas, posan sobre ella ojos de domador.
Ya nadie la hace sonreír, tal vez por eso esté perdiendo la alegría.
Pero eso él no lo sabe.
Tampoco importa, porque no es a la mujer cincuentona a quien él escribe, sino a su antigua novia de la juventud. A aquella apasionada chavala de belleza exótica que, con el paso del tiempo, ha ascendido en su olimpo personal al trono de diosa del sexo.
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No es la primera vez que él la escribe.
Empezó hace siete u ocho años con un inocente WhatsApp. Llegaron a estar tan enganchados a aquellos mensajes, que no les quedó más remedio que volver a verse. Abrieron un paréntesis en sus vidas y él hizo cien kilómetros y pasó a buscarla para llevarla a una habitación de hotel, a la que subieron abrazados. Sus cuerpos se reconocieron como si sólo juntos estuvieran completos, y durante un puñado de horas se lo hicieron y se lo contaron todo, como si fueran novios a los que una fuerza mayor hubiera separado veinticinco años antes.
En realidad era él quien la había dejado a ella. Pero eso carecía de importancia, si no hubiera sido él, habría sido ella; su noviazgo habría terminado abruptamente tarde o temprano. Funcionaban como máquinas de precisión en la cama, pero fuera de ella chocaban sistemáticamente y ambos sufrían.
Tal vez por eso aquel encuentro prohibido fue delicioso. Y tras convertir la fantasía en realidad, cerraron paréntesis y cada uno regresó a su mundo.
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Quizás él había esperado que aquella experiencia actuase como vacuna, pero no había surgido efecto. Se sorprendía a cualquier hora del día pensando en ella, empalmándose mientras le devoraban los remordimientos de conciencia. Yo no soy un hombre infiel, no soy de esos que le ponen los cuernos a su mujer, le escribió sabiendo que ella entendería la lucha que estaba manteniendo consigo mismo.
Y ella la entendía: es imposible estar en dos sitios al mismo tiempo.
Hablas conmigo más de tres horas todos los días. ¿De verdad crees que le eres fiel a tu mujer?
Ella no tenía ningún conflicto, era libre y quería seguir siéndolo. Había disfrutado con el reencuentro y le habría encantado repetir ; habría sido estupendo poder contar con unos brazos en los que refugiarse de tarde en tarde, pero no añoraba el pasado ni renegaba de la libertad. No necesitaba más emociones, su vida ya era lo suficientemente intensa.
Un mes más tarde, comprendió que aquellas largas conversaciones en las que él siempre acababa intentando tener sexo telefónico que ella no necesitaba, podían durar toda la vida. De modo que empezó a mostrarse menos receptiva y más ocupada, sin tiempo para hablar. Los mensajes empezaron a distanciarse mucho. Días, semanas, meses.
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Ambos sabían que, por mucho tiempo que pasase, si uno enviaba un Hola el otro, tal vez no de manera inmediata, contestaría: Hola. Él rompió un silencio de muchos meses para contarle que había empezado a acostarse con otras mujeres que vivían cerca de su casa, amas de casa aburridas. Mujeres tan casadas como él. Hum, creo que te he devuelto la autoestima, dijo ella. Después estuvieron casi un año sin hablar, y ella, preocupada por su silencio y su salud, le envió un mensaje para preguntarle qué tal. Él le contó entonces todos los límites que se estaba saltando.
Hará un año y medio de su última conversación.
Entonces parecía que él había vuelto al redil del buen marido.
Y ella abre el mensaje que él le ha enviado cuando estaba mirando las estrellas:
No se muy bien el motivo, pero llevo todo el santísimo día pensando en ti.
Buenas noches y perdona por la hora pero te lo tenia que decir.