por Marisol Oviaño
Hoy he comido con el hombre en la sombra en su casa. Y, fiel a nuestras costumbres, me he puesto el mandil en cuanto he soltado el bolso.
No era uno de esos días en los que quedamos por placer, no podía meterme en los fogones con calma, cerveza y buena conversación. Teníamos menos de una hora para hacer la comida y comérnosla, pues a las cuatro sonaría el telefonillo y tendríamos una reunión de trabajo en una mesa en la que todavía quedarían miguitas de pan.
Así que, mientras yo improvisaba con lo que iba encontrando en el frigorífico, él barría el salón. Aunque no le cundía mucho: el teléfono le sonaba cada dos por tres. El hombre en la sombra vive a cámara rápida; en un solo día habla con más gente que yo en una semana, y en una semana tiene más compromisos que yo en todo un año. Por eso yo soy escritora y él jefe de otros escritores y artistas varios. Él vive de reunión en reunión, de canapé en canapé, de país en país, de persona en persona; es un auténtico privilegio formar parte de su biografía.
Siempre que cocino para él procuro hacer de sobra, para que luego no tenga que prepararse la cena. Cuando ha entrado en la cocina a guardar el cepillo y el recogedor, los spaguetti negros ya estaban. Pero él es un tragaldabas y necesitaría comer algo más, de modo que le he hecho unos filetes de pollo y los he tapado con un plato sopero, para que no se le secaran mientras comíamos el primero. Le he dado un último golpe de fuego a los spaguetti, he servido los platos y nos hemos ido a la mesa.
Estábamos terminando de comer cuando ha sonado el portero automático a la vez que el teléfono. Él ha cogido el móvil, y yo he volado con los platos y los cubiertos sucios a la cocina antes de abrir el portal. El hombre en la sombra al fin ha colgado, ha saludado a nuestra socia, ha sacado el postre, ha hecho té y café, que hemos tomado charlando y, después, hemos empezado a trabajar.
Dos horas después ha tenido que echarnos, no recuerdo si tenía una reunión por Skype, un correo urgente o una llamada que no podía esperar. Yo he cogido dos autobuses y, aunque ya había dado la tarde por perdida, he abierto un rato. Después, me he venido a casa; he hecho una cena rapidita y me he tumbado en el sofá a ver una película. Para no pensar.
Los chicos se han ido a la cama mucho antes que yo. Cuando ha acabado London Boulevard –que me ha gustado bastante por lo original del guión y lo acertado del casting-, he sentido la necesidad de escribir y me he puesto a ello.
Y, de repente, ha sonado un guasap en mi móvil.
Antes de mirarlo, sabía que era el hombre en la sombra.
Efectivamente.
Me ha mandado un mensaje sonoro con voz muy cansada: “Llevo todo el día currando. Después de que os fuerais, he seguido trabajando. Hasta ahora, que lo he dejado porque tengo hambre. Y digo, joder, no tengo nada. Y cuando he entrado en la cocina y he visto tus spaguetti, casi lloro de la emoción. ¡Qué ricos están! Y cuánto amor hay en ellos. Beso”.
Ojalá el amor fuera siempre tan fácil.