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Descansar es necesario

por Marisol Oviaño

mojácar

Domingo, último día de vacaciones.
Me levanto tarde, leo la prensa, me doy un paseíto por el pueblo. Paro en la trinchera proscrita para asegurarme de que mañana no me aguarda ningún desastre como, por ejemplo, una filtración de la piscina que hay un piso más arriba. Compruebo que todo está en orden y emprendo el camino de vuelta a casa.

Como a la ida, me voy encontrando con personas a las que conozco y, aunque saludo con una sonrisa, no me detengo a hablar con ninguna. Ayer estuve todo el día con gente en casa de Cris y lo pasé muy bien, pero hoy no tengo ganas de pegar la hebra con nadie. Para apreciar el ruido, hay que conocer el silencio.

En casa, Alejandro está en su cuarto. Eude se ha ido al centro comercial con una amiga para comprar el regalo del cumpleaños que tienen esta noche. La brisa mueve las hojas de los árboles, entra por la ventana y me agita el pelo como si estuviera escribiendo en la cubierta de un yate. Lo mejor de las vacaciones ha sido regresar y comprobar que sigue gustándome este viejo piso reformado que está en el centro de un jardín. Que amo a quienes comparten la vida conmigo y que sigo amando mi trabajo.

Llevaba cinco años sin desconectar y me hacía mucha falta. Pero no supe cuánto hasta que, la primera noche que pasamos en Mojácar, Cris y yo nos sentamos a tomar una cerveza frente al mar mientras esperábamos mesa para cenar. La terraza del restaurante estaba cerca de donde rompían las olas, y el aire salado nos rizaba el pelo y nos acariciaba la piel. Me sentí tan feliz que se me humedecieron los ojos.

El viaje a Mojácar con Cris ha sido una experiencia inolvidable. Nos hemos reído muchísimo, hemos hablado todos los días hasta las cinco y media de la madrugada; hemos pasado muchas horas en silencio en una playa salvaje y remota, cada una a su bola porque para eso está el mar: para abandonarse a él. Hemos disfrutado como obreros de esas cervezas heladas, que sacábamos de la neverita cuando acabábamos el arduo trabajo de montar el cuartel general con una lona y unos vientos. Hemos sacado el máximo partido a las paellas del todavía más remoto chiringuito que había una playa más allá. Nos hemos divertido incluso cuando fuimos a comprar sillas de playa y nos atendió un joven y cómico matrimonio chino. Hemos funcionado como un equipo, Cris cargaba con casi todo el peso y yo contaba chistes, e hice una ensaladilla rusa que nunca acabamos de comernos. No sólo han sido unas felices vacaciones, también una intensa prueba que nuestra amistad ha superado sin esfuerzo, quizá porque nos conocemos y nos queremos tanto que casi podemos leernos el pensamiento. Todo fluyó entre nosotras de manera natural, como hace años, cuando estábamos a todas horas juntas. Gracias por esos días, Cris.

Tras la costa de Almería, puse rumbo a la casa que mi madre tiene en el pueblo.
nogal

Nunca antes había ido sola, sin hermanos, cuñado, sobrinos o madre. Se oían los pájaros, los burros que rebuznaban a lo lejos, algún gallo, el viento entre las hojas del gran nogal del jardín. No había mejor lugar para pensar todo lo que tenía que pensar. Allí podría darle vueltas a la cabeza durante horas. Y, además, también estaban pasando esos días de agosto en el pueblo mis primas, sus maridos, sus hijos, y cuatro de mis tíos, lo que me ofrecía la oportunidad de hacer algo de vida familiar a la hora del aperitivo o por la noche, durante las fiestas. Sentía curiosidad por descubrir cómo sería relacionarme con todos ellos sin mi madre y sin mi hermana, que son quienes suelen marcar las pautas sociales, pues yo apenas voy por  Pradosegar. Y fuera de allí, coincido poco con esa rama de la familia, que es la que más frecuento.

Mi hijo Alejandro había venido conmigo, pero era una compañía muy cómoda: pasaba mucho tiempo leyendo, tocando la guitarra o jugando con el móvil; no interrumpía el flujo de mis pensamientos. Pero yo no quería estar sentada todo el día leyendo o escribiendo, necesitaba ocuparme en alguna tarea física que me hiciera sudar pero no me provocara un infarto. Y no me apetecía andar, hacía demasiado calor para pasear por los caminos polvorientos.

Justo antes de irse a México, mi madre había solado la parte de atrás del jardín. Tuvo unas diferencias con el encargado, y éste se marchó sin haber quitado los restos de cemento. De modo que me puse manos a la obra; así daría una alegría a mi madre y, por otro lado, terminaría de limpiar el atranco mental que ya había empezado a diluirse en Mojácar. Dediqué varias horas diarias a quitar la película de cemento que afeaba el patio y las aceras. Primero con manguera, luego con fregona, luego con cepillo, luego con vinagre, luego con vinagre, agua hirviendo y cepillo de raíces. Me sentía como el doctor Bacterio experimentando en su laboratorio. Y cuando frotaba y frotaba con el cepillo de raíces –con mango-, pensaba en que esa había sido la vida de mi abuela cuando sólo tenía doce años de edad: frotar y frotar para otros a cambio de un plato de comida y un jergón. Cuando al final de cada sesión de limpieza cogía la manguera para rematar el trabajo, sentía que aquella arenilla que el agua arrastraba hacia al sumidero había salido de mí. A los dos días de llegar allí, los pensamientos volvieron a fluir como arroyos.

Cuando Alejandro y yo nos cansábamos de estar solos, salíamos a tomar algo con las primas y demás familia; ¡es tan agradable esa complicidad que hay entre quienes han crecido juntos! “Tienes que venir más a menudo”, me decía mi prima Maricarmen, que va al pueblo todos los fines de semana. Pero no pude prometerle nada; cada vez que voy pienso que volveré pronto, pero luego la vida me enreda en mil asuntos más.

Algunos días después que nosotros, llegaron mi hermana, su marido y sus hijos. En enero se fueron a pasar una temporada en Inglaterra y, aunque a los dos adultos les hemos visto cuando venían a Madrid por trabajo, hacía más de medio año que no veíamos a los niños. La casa se llenó de bullicio, alegría y alguna que otra pataleta, del sonido de la vida que bulle, y Alejandro y yo dejamos de ser ermitaños para volver a ser felices miembros del clan. Cenábamos bajo el centenario nogal gracias a un ingenio lamparil que había ideado mi cuñado, y yo ponía sobre la mesa unas velas en un par de botes de mermelada. Si hubiéramos sido más delgados, habríamos parecido protagonistas de alguna película francesa. Desde luego hablamos tanto como hablan los franceses en ellas: una de las mejores cosas de nuestra familia es que nos encantan las sobremesas. Sólo faltó que hubiéramos coincidido con mi madre, que seguía en México, y Paco, que andaba pedaleando por Inglaterra.

Y, tras convivir estrechamente con el clan tres días, regresé a esta casa para ir aterrizando poco a poco en la realidad. El hombre en la sombra me llamó el mismo día que llegué, y el trabajo comenzó a infiltrarse poco a poco en los últimos días de semivacaciones. Pero como este necesitado descanso que he disfrutado estas semanas me ha despejado la mente, hemos ido solucionando los problemas que se presentaban, y afrontamos la vuelta al cole con la ilusión que siempre me provocan la toma de decisiones y los nuevos o renovados proyectos.

Mañana lunes (hoy, cuando leáis esto), volveré a abrir la trinchera proscrita.
Espero que hayáis disfrutado de unas buenas vacaciones. Y si no lo habéis hecho, hacedlo. Descansar es necesario.

2 respuestas a «Descansar es necesario»

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