por Marisol Oviaño
Hace un par de sábados, cerré la trinchera proscrita y caminé hasta la parada del autobús que va a la capital. Había quedado con el hombre en la sombra para comer y revisar la maldita novela. Se la había dado hace meses, pero montar nuestro último proyecto nos está dando tanto trabajo, que no habíamos encontrado el momento de quedar sin prisas.
Una hora antes, él me había llamado para proponerme que fuéramos primero al Mercado de Diseño que había en Matadero. No me pareció descabellado, no me corría ninguna prisa la revisión literaria. Con los años he aprendido a domesticar la impaciencia que en Seduciendo a dios nos tuvo en la cresta de la ola creativa todo el rato, y ahora sé que cada obra necesita su proceso y que la maldita novela puede llegar a ocuparme gran parte de mi vida o ser mi gran obra inconclusa. Además, desde que la puse en sus manos, había dejado de pensar en ella. Me apetecía mucho más salir de mi zona de confort y hacer algo diferente, de modo que acepté la propuesta. Y quedamos en Matadero.
Había estado lloviendo toda la mañana y Madrid relucía como un suelo recién fregado bajo la luz plomiza de las nubes. El hombre en la sombra había llegado antes que yo y vino a buscarme a la entrada del depósito de agua. Las dimensiones fabriles de Matadero me ofrecieron una nueva perspectiva de mi amigo, que caminaba hacia mí por la gran avenida que separa las antiguas salas de despiece. Y aunque yo llevaba las gafas en el bolso y a esa distancia no distinguía un hombre de una mujer, lo reconocí por la energía con la que avanzaba hacia mí. Hay algo en su manera de caminar que invita a la alegría. Y con una sonrisa, me encaminé también yo hacia él.
Tras el primer vistazo a los puestos del Mercado de Diseño, nos salimos a la parte de atrás a tomarnos un delicioso cóctel de Aperol Spritz – bueno, dos o tres-, y a comentar lo que acabábamos de ver. De repente el hombre en la sombra empezó a hablar de la maldita novela, y no necesitó decir mucho para que yo comprendiera que mi trabajo no había terminado. Seguimos analizándola en la gran plaza de Matadero, y a medida que él profundizaba en el asunto, comprendí que había visto lo mismo que yo. Sus palabras sólo estaban corroborando lo que siempre había sospechado: que el oficio, el dominio de la técnica, no puede reemplazar a la verdad. Y yo llevaba ocho años escamoteando conscientemente la verdad.
Por fortuna, el vaso de mi vanidad literaria rebosó hace mucho tiempo. Las primeras gotas fueron los correos de lectores entusiastas de Seduciendo a dios, pero se empezó a llenar de verdad cuando se convirtió en lectura obligatoria -qué mal suena eso-, en la Facultad de Filología de Córdoba. Llegó casi hasta arriba cuando vi mi nombre en los carteles y cuando hablé en el aula magna ante estudiantes, profesores e incluso el decano (o rector, siempre me lío con los cargos) y cuando, al final de la conferencia, varios chavales aguardaron turno para preguntarme cosas en privado y hacerse fotos conmigo como si yo fuera una estrella de rock. La gota que colmó el vaso llegó años después, cuando un estudiante al que no conocía me escribió para hacerme unas preguntas: estaba haciendo un trabajo sobre mi libro.
La vanidad ya no me duele. A mí no me interesa la fama, ni ser millonaria, ni estar en la lista de los más vendidos. Escribo para borrar los límites entre ficción y realidad. Sentados en los andamios-banco-mesa de la plaza de Matadero, dolía el duro camino que todavía quedaba por delante.
– Todavía no has conseguido convertirlo todo en ficción.
– A veces me pregunto si no debería quemar la maldita novela en la chimenea –suspiré-. Pero no puedo hacerlo, porque hasta que no la acabe, no se apagará este runrún.
– Ven, quiero que veas una exposición–dijo el hombre en la sombra cogiéndome por el brazo.
No sé si lo había planeado o si fue casualidad, el caso es que la obra de Maider López estaba allí justo el día que yo acababa de asumir que me quedaba mucho por hacer. Dejamos la plaza y entramos en una monumental sala vacía en la que cabría un avión intercontinental.
– Pero si aquí no hay nada…
– Mira las paredes.
– ¿Las paredes?
Me volví hacia una de ellas y descubrí que estaban completamente cubiertas por rayitas hechas con tiza. Comprendí en el acto el titánico y demencial esfuerzo que habría supuesto llevar a cabo aquel proyecto efímero, y me sentí golpeada por la verdad revelada. A punto estuve de caer de rodillas.
– ¡Cómo la entiendo! ¡Cómo la entiendo!
Más tarde busqué información sobre 1645 tizas y supe que no era el trabajo de una sola persona, sino de once; y que la intención de Maider López no era construir una alegoría sobre el sacrificio y el esfuerzo, sino redefinir el espacio.
Pero no me preocupó.
Con frecuencia le digo a mis alumnos que no es el autor ni su intención lo que importa, sino su obra y las emociones que provoca en otros. Y aquella tarde las tizas de Maider López me inyectaron ganas de seguir buscando la verdad.