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Sobre muertos y tumbas o el santo cachondo

por Robert Lozinski

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Al morir llegamos a nuestra propia memoria. La vida de ultratumba de los más ilustres de nosotros -de Beethoven, Cervantes, Shakespeare o Leonardo, por ejemplo- durará cuanto dure la vida de la humanidad. Cuando nuestra especie desaparezca, no habrá nadie ya para mantener vivos los recuerdos de nadie, y nuestra estrella se apagará.

La vida en el más allá de los demás mortales dura cuanto dura el recuerdo de los seres queridos o de las personas que nos conocieron. En las antiguas naciones europeas ese recuerdo es largo, de hasta dos o incluso tres o más siglos. El profesor español de mi liceo conoce a sus antepasados de 1700 y pico. ¡Cuánto le envidio! Yo sólo conozco a mi abuela, que nació en 1911, y a mi bisabuelo, su padre, cuya foto tenemos en casa y que probablemente naciera hacia 1890.

El proyecto comunista soviético consistió en desmemoriarnos, en convertirnos en descendientes de Lenin y de Stalin, en hijos y nietos del partido. Con ese objetivo preciso fueron desalojados de sus hogares y deportados millones de personas cuya muerte no llegó a la memoria de nadie.

No hace mucho, en un pueblo rumano se desenterró el cadáver de un hombre. Un ritual religioso obliga a las familias ortodoxas a desenterrar a sus muertos siete años después, lavar sus huesos y volver a darles tierra. Asiste el pope, se va a la iglesia y se reparten dádivas como en cualquier entierro. El caso es que el cuerpo del hombre en cuestión estaba intacto, sin pizca de podredumbre -según las leyes divinas sólo los santos no se pudren- , y con el pene en erección. No conozco el final de la historia pero me imagino que la familia se habrá quedado la mar de contenta de tener, entre sus antepasados, un santo cachondo. Buen recuerdo para transmitir a hijos y nietos.

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

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