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Miguel Pérez de Lema
Paradójicamente el miedo es signo de bienestar, y la esperanza de pobreza. Visitamos esas periferias del norte -siempre hay un norte y un sur del mundo, del país, de la ciudad, del matrimonio, de la oficina, de tu propio cuerpo-, recorremos a veces esas periferias del norte de la ciudad pobladas de chalets bunkerizados, ocultos tras muros de piedra y arizónicas, con sus carteles de perro peligroso + Securitas, donde nunca pasa nada, y conocemos también los ajados suburbios del sur, con sus bloques desarrollistas, con los portales siempre abiertos y sus pisos de puertas de contrachapado donde todo puede pasar. Y comprendemos que el miedo es el precio del éxito, quizá la necesidad de disfrutar de la cuota de sufrimiento mínima para tener todos los cajones de la vida ocupados, tal vez un mecanismo de compensación que aplaque la mala conciencia del tanto tener porque en el fondo de la conciencia vive un enano gruñón que sabe que no hay tanta acumulación sin algo de abuso, probablemente, claro, porque cuanto más tienes más puedes perder potencialmente.
Pero los ricos no pierden, los ricos de la ciudad, del país, del mundo, de las relaciones humanas, nunca han tenido tantos ases en su mano y tan pocas posibilidades de perder una sola baza de la partida. Por eso están/estamos cada vez más locos, y tienen más miedo. El miedo vende, ellos compran.
Leer periódicos, ver los informativos de televisión, y los chispazos de internet, para los ricos, y en medida progresivamente descendiente para los demás habitantes de los países ricos, que son infinitamente ricos en seguridad y posibilidades respecto a los bárbaros, ya no tiene ningún valor informativo. Son una burda sucesión de pellizquitos de monja, mentirijillas, cuentos cosquillosos para mantener la adrenalina despierta. Sobrevivimos a tres hecatombes diarias, ocho pestes al mes, cien apocalipsis al año, y nos gusta creernos, como al niño antes de dormir, que la bruja está a punto de llevarnos para despertar, a la mañana siguiente, calientes y confortables.
Seguimos creciendo, somos Occidente, el mundo hace como que nos odia pero nos ama y nos teme, nos envidia con toda su alma, y somos cada vez más ricos, más sanos, más fuertes. Tanto que podemos hasta entregarnos al lujo de la idiotez, porque todo está tan hecho, tan trabado, que ni siquiera tenemos que defendernos. Somos sexis y ellos no. Gustamos. Nos resulta fácil levantarnos a la chica guapa cuando el voluntarioso aspirante acaba por desmoralizarse -mira China, ¿quién desea «lo Chino»? Lo usas, lo tiras, está ahí, pero no lo deseas ni lo aprecias, mira Rusia ¿algún voluntario para irse a Rusia?-.
Nuestra inmensa riqueza tiene una forma ciertamente irregular en el reparto, pero hasta lo muy poco de acá es lujo obsceno allá. Por poco que llegues a tener aquí es casi seguro que no te van a rebanar el pescuezo por un teléfono móvil, o por diez dólares para basuco, y si caes enfermo te atenderá el mejor cirujano del país, y si eres medio inteligente -sólo medio inteligente- puedes acabar sacando un doctorado en la Complutense.
Nuestro análisis DAFO es un aburrimiento porque las fortalezas y oportunidades son tan superiores a las debilidades y riesgos que ni merece la pena darle más vueltas. ¿Inmigración, morisma traidora, drogaína, abulia tecnológica, guerra de sexos, extremismo político, virus chungos que lo flipas? Y un carajo.
Nunca pasa nada. Nos acabamos el café de la mañana y la sesión de noticias, cargados con nuestra buena dosis de sustitos estimulantes. Y nos ponemos a trabajar un poco, a repasar wasap de cuñados incansables, y a vivir, coño, que sois unos tristes.
Omina vincit.