En la gran sala contigua, que en este caso era semicircular, se exponían objetos del siglo XIX, mayoritariamente uniformes, sables, armas de fuego, artillería y banderas belgas, miles de ellas; además de máquinas de matar de la modernidad y máquinas de matar más tradicionales. Estas dos últimas exhibiciones eran estables, pues es más sencillo mover coches que jets supersónicos, helicópteros artillados y armamento pesado de la Primera Guerra.
Hasta el extremo último de la sala semicircular, panteón al orgullo nacional, se extienden cantidades abrumadoras de banderas belgas, espadas, sables, más banderas, picas, uniformes, y aun más banderas. Resabios seguramente de las valerosas guerras coloniales de Leopoldo II contra congoleses armados con palos. Hombres y mujeres que hoy serían clasificados de insurgentes e incluso terroristas. Cambia el hardware pero el software sigue siendo el mismo.
Leopoldo había hecho fortuna explotando el caucho, producto indispensable en la nueva revolución del automóvil. Y para mantener a raya a los irrespetuosos locales que se rebelaban ante la invasión y el saqueo y la esclavitud, Leopoldo implementó la amputación de manos y pies, pero un siglo y medio antes de que lo hicieran hutus y tutsis. Porque si las plantaciones de caucho eran el Silicon Valley de entonces, Leopoldo II era el Steve Jobs del colonialismo europeo.
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