Por esos años Ellington, el congoleño, se ganaba el sustento atendiendo telefónicamente a viajeros internacionales, clientes desesperados de una multinacional de seguros, y para redondear sus ingresos también vendía hachís a los amigos. Sin embargo, la última vez que lo vi se presentaba a una beca para aprender a instalar paneles solares. Parecía que por fin el gobierno español había descubierto su utilidad apenas treinta años después de Grecia, cuyos paneles ya entonces fulgían como un vestido de lentejuelas desde el cielo.
Napia era poeta. Vivía con una acróbata del Cirque du Soleil, no trabajó nunca, bebió todo el whisky que pudo y escribió un soneto que es una obra de arte. Una vez me llevó a un encuentro poético que acabó con los poetas organizadores dando de puntapiés a un poeta invitado en medio de la calle. Beltrán era camarógrafo y había filmado los campos minados de Angola y sus miles de amputados. Durante un tiempo escribió para la productora de su hermano, quien luego se endeudó con la crisis y terminó huyendo de España para no acabar en la indigencia. Beltrán se instaló en Sevilla, conoció a una mujer que sí trabajaba y tuvo hijos. Napia, como era poeta, siguió sin dar palo pero tuvo la suprema decencia de no reproducirse.
El lector se preguntará cuál es la razón de estos párrafos extraviados, y estará en todo su derecho. Pues no sabría decirlo con certeza, pero mientras escribo estas palabras pienso que tal vez haya biografías que merecen ser olvidadas y otras que no. Personalmente, considero eso lo más parecido a la justicia eterna.
——
Ver todas las entradas de esta serie: Diarios neerlandeses