por Marisol Oviaño
La columna proscrita no deja indiferente a mis convecinos. Unos entran a pedir papel y rotulador para dejar su frase en ella, e incluso se dejan retratar para la posteridad. Otros se detienen a leer las frases cuando sacan a pasear al perro o van a la farmacia. Y hay un tercer grupo que las fotografía con el móvil, supongo que que para subirlas a Facebook, Twitter, Instagram y demás redes sociales.
Cuando ayer por la mañana abrí la trinchera proscrita, noté algo raro: faltaban frases. Y no una ni dos, sino muchas: en algunos lados de la columna el ladrón había dejado las cuerdas peladas. Pero tenía cosas que hacer y no le di más importancia. El otoño y la humedad estropean los papeles, y las frases acaban como basura que el viento hubiera arrastrado hasta aquí. Pensé que el ladrón había hecho lo que tenía que haber hecho yo como sacerdotisa de la columna, y no volví a pensar en ello.
Cuando cerré a las nueve, era noche más que cerrada. Me adentré en ella con el paraguas abierto y volví a casa. Cenamos, nos echamos unas risas y nos tumbamos a ver la tele. Cuando los chavales se fueron a la cama, llovía con ganas. Abrí la puerta del salón para que el sonido de la lluvia me calara hasta la última letra, y me puse a trabajar en la maldita novela.
A eso de las dos y media, me di cuenta de que ya no me enteraba de lo que estaba corrigiendo, de modo que decidí dar por terminada la jornada. Llovía con violencia delincuente, como si la lluvia hubiera estado aguardando a que todos estuvierais dormidos para desatarse a llover sólo para mí, cómplice y criminal. Salí un momento a la terraza para disfrutar del pase privado que me ofrecía la naturaleza y, de repente, se hizo la luz en la chorreante noche: no era un simple ladrón de frases.
Tampoco alguien preocupado por la estética de los soportales, no había actuado sólo para limpiar de papelajos la columna. Había quitado unas cuantas frases, pero también había ordenado las pocas que había dejado. Imaginé que primero habría descartado las más estropeadas y, después, las que menos le gustaban. Es decir, había seguido un criterio para decidir qué frase merecía seguir colgada y cual era indigna de la columna proscrita. No había leído las que había indultado, pero estaba segura de que el misterioso ladrón de frases había hecho una selección literaria. Y con la idea de comprobarlo en cuanto volviera a abrir, me fui a la cama.
Hoy es lo primero que he hecho en cuanto he abierto Proscritos. Efectivamente, ha salvado las mejores frases. Y a mí me ha proporcionado con ello otra ocasión de convertir la realidad en ficción, que es lo que estoy haciendo mientras escribo.
Gracias por este nuevo juego, misterioso justiciero literario (o misteriosa).
Porfa, la próxima vez no te lleves las pinzas, déjalas en las cuerdas.
3 respuestas a «El misterioso ladrón de frases»
Ay, Profe, algún purista de las letras ha tenido que ser! Pero qué bonita descripción de la lluvia para tí solita!
en realidad, el supuesto ladrón es un editor. un tipo con criterio que decide qué sí y que no
un «street editor»