Aquel segundo viaje a Bélgica era muy diferente al primero. No nacía de la curiosidad sino del hastío producto de más de dos décadas de eurocentrismo.
Me había cansado de los españoles y su subestimación de sudamericanos y marroquíes, de los portugueses maltratando a los africanos, de los británicos y sus opiniones acerca de indios y paquistaníes, de los franceses y su tendencia a ignorar a los árabes, de los alemanes quejándose de los turcos, y de los escandinavos creando su xenofobia de diseño.
Heridas e infecciones que venían supurando desde hacía años y que la crisis había agangrenado. Era evidente que pronto llegaría la amputación del extranjero, era cuestión de tiempo y yo no quería estar allí cuando ocurriera.
Este segundo viaje era mi despedida de tres buenos amigos. Estaba embalando la última caja de emociones que llevaría conmigo a América, donde la xenofobia se circunscribe a otros seres marrones pero de países limítrofes, naciones culturalmente idénticas o casi idénticas a las de los propios xenófobos. O sea, nosotros.
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