por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: letabaherald
Para entender que Rusia no es una democracia hay que ver los embargos a alimentos procedentes del espacio europeo o «pro-europeo». ¿Qué estado es este que decide que sus ciudadanos no coman?
Moldova (o Moldavia , en ruso) desde la entigüedad soviética ha sido para Rusia su proveedor traducional de frutas, legumbres y vino. Por la sencilla razón de que todo lo que se cultiva en la tierra moldava es bueno. El año pasado los productores moldavos tuvieron que echar a la basura sus manzanas, peras, melocotones y ciruelas, ya que Rusia había decidido castigarlos por sus simpatías occidentales.
Los campesinos no tardaron mucho tiempo en manifestar su enfado, pero no contra Rusia sino contra Europa. Les molestaba haber perdido un comprador cómodo y poco pretencioso. (Ya me he referido en varias ocasiones a que el mayor logro del comunismo fue crear una sociedad contenta con lo poco que se le ofrecía). Molestos, imagino –aunque por miedo no lo manifestaran- , estaban también los consumidores rusos a quienes se había privado de comer los sabrosos melocotones moldavos.
Todos, pues, bastante jodidos. El pueblo, quiero decir, que siempre sufre y aguanta en silencio las meadas que llegan de arriba. Y la pregunta clave es ¿quiénes son esos pocos que deciden que la gran mayoría no coma, esa mayoría que produce, que se desloma trabajando? Porque comer, por mucho que ensalcemos otras necesidades del hombre, es lo primero, lo vital. ¿O tal vez esos pocos también se apuntan, por solidaridad, a pasar hambre? Lo dudo mucho.
Un cuento tradicional de mi tierra dice que un pobre hombre tenía un burro. Como no tenía nada que darle de comer decidió que lo mejor sería enseñarle a pasar hambre. Al final la bestia se le murió. ¡Qué pena que se me muriera justo cuando estaba aprendiendo la lección!, pensó el hombre. Pues la diferencia entre hombre y burro reside en que el burro nunca podrá ser hombre pero el hombre sí que puede llegar a ser burro.
Volvamos al tema. Recientemente Putin ha tomado unas medidas más drásticas aún: no devolver los alimentos retenidos en la frontera sino descargarlos allí mismo y quemarlos. Y todo ello grabado y transmitido por todos los telediarios como un acto justo y ejemplar. Desde el punto de vista humanitario es una barbarie pero, administrativamente, está muy bien hecho. Utilizarlos para algo, aunque fuera para regalarlos a los necesitados, significaría sacar beneficio de lo confiscado.
Como siempre, los jodidos son los parias, los que trabajan y los que pasan hambre: el productor europeo que, de la noche a la mañana, se ha quedado sin mercado y el consumidor ruso al que de repente le han quitado de la mesa el alimento preferido y tiene que esperar hasta que las medidas tomadas por el gobierno de su país impulsen la producción nacional, algo que la televisión rusa anuncia, con gran énfasis, a diario.
¿Pero qué ocurre con el problema ukraniano del cual ya no se habla tanto o del que se habla sin demasiado interés? ¿Cuál es el estado actual de las cosas?
Pues las cosas están, más o menos, así: Ukrania ha mordido la manzana envenenada tendida por el Occidente y ahora mira estupefacta, y sin entender lo que está pasando, cómo sendas delegaciones europeas visitan la Península de Crimea, actualmente rusa, en plan amigos de toda la vida. Por otro lado, Putin se va atragantando ya poco a poco de Dombas y Lugans, autoproclamadas repúblicas populares prorrusas, y se encuentra con un lío político, étnico y cultural muy difícil de solucionar. Resumiendo: el veneno de la cizaña se ha metido muy dentro en el núcleo duro de los pueblos eslavos y sólo hay que esperar que dé frutos. ¿Pero quién está a la expectativa? ¿O acaso la codicia dicta la falta de todo tipo de reglas en este juego oculto que se nos escapa y que al mismo tiempo resulta cristalino como un arroyo de montaña? Rusia hay que tomarla, tarde o temprano, sea como sea.
A todo ello hay que sumar otra razón más: En nuestro continente nunca debe haber paz. La paz es destructiva, no genera riquezas y no resulta divertida. A quienes observen el sueño tranquilo del bebé en su cunita, el amor tierno entre un muchacho y una muchacha, el trabajo apacible del agricultor en el campo o del médico que opera en el quirófano; a quienes observen al maestro que hace repetir a sus alumnos una poesía, y todo ello les parezca aburrido y a todos quienes lo están pasando bomba cuando las bombas matan, les recomiendo jugar a la «ruleta chechena». Es muy fácil: se cargan todas las recámaras del tambor de un revólver menos una. Se cierra el tambor y se le da la vuelta. El cañón se pega a la sien, se sonríe y se aprieta el gatillo.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena