El barrio de la estación Trone –Troon en flamenco— se parece a los pasillos de una oficina gigante de la Unión Europea en los que cada edificio equivale a un despacho. Las calles, bulevares y avenidas son silenciosas, el estado del tiempo habitual es la llovizna o el cielo cubierto.
Las personas que se ven son evidentemente funcionarios. También hay por allí funcionarios de funcionarios y funcionarios de los funcionarios de aquellos funcionarios, es decir: el servicio. Además deambulan por la ciudad los comerciantes y profesionales independientes, pero no nos engañemos: son todos sirvientes de los funcionarios.
Por la noche llega Javier de uno de los muchísimos ministerios, comisiones, embajadas, palacios y residencias que frecuenta, y se saca los zapatos. Yamila, Javier y yo nos desparramamos en los sofás y cheslones del salón orientalizante y destapamos sendas Duvel. Las cervezas belgas pegan como un lingotazo de whisky y rápidamente nos ponen en órbita. Metáfora ad hoc pues no hay diferencia entre el vacío del espacio exterior y Bruselas. Acaso los restaurantes.
Tras una hora de puesta al día, bajamos a la húmeda y penumbrosa Avenue des Arts, que nos separa del Parc de Bruxelles o Waradepark. Y por esas oscuras y mortecinas calles vamos en busca del mejor restaurante vietnamita de la ciudad, propiedad de uno de tantos refugiados de allí, bautizados como boat people. Creo que nadie en este barrio se ha preparado tan siquiera una tostada desde la unificación de la UE.
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