Lo primero que impresiona al llegar a la estación de autobuses -digo yo que sería Bruxelles Midi- es el abundante número de árabes. Veo en la parada una fila conformada por gentes de diferentes nacionalidades a la espera de los viajeros, todas marrones. Detrás, blanca como un aro de calamar, espera mi amiga.
Yamila saltaba de alegría por verme de nuevo y por saber que yo no era belga. Mis compañeros de pasaje también lo sabían, pues pertenezco al mundo marrón. A mi amiga la conocí hace tiempo, fue el mismo día en que vendía todas sus pertenencias, desde muebles a cubertería, para reunir el dinero del billete a Argentina. Llevaba casi treinta años en España. Hasta en Mónaco treinta años son muchos.
Una vez instalada en Argentina conoció a un alto cargo de la UE y se casó. El apartamento de la pareja, un piso entero rodeado por ventanales, daba a las oficinas de la ONU. Desde allí me iba a tocar comprobar lo que todos sospechamos: que los empleados de la ONU arreglan el mundo rascándose los testículos y tomando café. Pero a este tema volveré en el futuro.
El piso había pertenecido al embajador Italiano. Sin embargo el mobiliario actual era de una suntuosidad oriental, lo que le restaba aire mediterráneo pero le otorgaba calma budista. El sosiego de Bruselas es muy afín a esa religión. De hecho, bastarían solo dos generaciones para que el mortecino ambiente Belga convirtiese a un budismo forzoso incluso al Islam.
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