En mi juventud mi memoria era fotográfica, no escrita. Incluso después de mi frustrado intento de viajar a Irak durante la guerra, continué sacando fotos. Aún guardo miles de negativos blanco y negro Ilford de 400 ASA, pero no poseo anotaciones sobre acontecimientos, itinerarios o ningún otro detalle. En la actualidad lo escribo todo, o casi todo, y no guardo registro fotográfico de nada, o casi nada.
Vivir es un trabajo y vivir a través de la cámara son dos. Si bien escribir la vida también es una ocupación de tiempo completo, esta se realiza a posteriori, de noche frente a un whisky o por la mañana tomando un café: una vez que la mente ha realizado por sí sola una primera edición de los hechos. Tiene la ventaja añadida de que la vida ha sido vivida sin la interfaz documentalista. Luego vienen las tachaduras, las correcciones, los añadidos y, al cabo, la destilación última del mito.
Como este. Un amigo paparazzo y yo queríamos ir a una guerra, ¿quién no? Compramos el equipo que pudimos, conseguimos credenciales y billetes pagados por la agencia de prensa que empleaba a mi amigo y nos emborrachamos una semana entera festejando la aventura de poder acabar en una bolsa como tantos otros. Pero no hubo suerte. El ejército, que había concentrado a todo el periodismo en el Hilton de Ryhad, cerró el cupo y nos dejó sin guerra.
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