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Redefiniendo la fe

por Robert Lozinski

inmaculada

Lo que no entendemos, lo redefinimos. Así hemos hecho siempre. Así han hecho los periodistas de Charlie Hebdo con sus caricaturas religiosas: han redefinido su fe y les han salido caricaturas. A otros artistas les salieron cuadros, estatuas, obras maestras que adornan los museos del mundo entero.

Algo sumamente curioso es observar cómo, al ganar libertad, se pierde la inocencia, pero no menos curioso es notar que, encarcelado dentro de un sistema totalitario, también se madura bastante. Claro que es preferible madurar en un marco de libertad completa, la que engloba todas las pequeñas libertades del individuo: libertad de actuar, de pensar, de reír, de cantar, de amar, de comer, de comprarse cosas, de expresarse libremente. Si no me expreso libremente, sofoco ese impulso natural de manifestar lo que atormenta mi alma en un momento dado. Para el cerebro esto equivale a un suplicio: se queda tonto,  a oscuras, sin la posibilidad de indagar, de avanzar, de abrir nuevas rutas al entendimiento.

Supongo que, recién salido de un sistema totalitario y apenas incorporado a la democracia y a una libertad tan amplia y asustadora, soy todavía un inocente –reconozco que dudé entre “inocente” y “receloso”- que sigue creyendo que las libertades deben tener ciertos límites. Me van a objetar: ¿Qué libertad es esa que tiene límites? No puede haber libertades limitadas; la libertad debe ser absoluta. Puede ser, sí, pero mi ingenuidad no me deja, de momento, -tal vez con el tiempo lo hará- rechazar del todo la idea de que deberían quedar en el mundo cosas que no deberían destruirse. La religión de cada individuo debería constituir algo así como un resquicio personal para la cordura. Sobre Dioses, como sobre gustos, no debería haber nada escrito.

Pensando en la inocencia de los de acá (me refiero a la zona de Europa cuya religión -prefiero este término al de la “iglesia”- no fue tocada por tantas reformas) recordé al “Idiota” de Fiódor Dostoyevski. A Dostoyevski Europa le fascinaba pero también le espantaba su liberalismo. Huía a Europa para dar rienda suelta a los demonios que llevaba dentro, para jugar en los casinos y engañarse con sus lujos y diversiones. Luego regresaba cansado a Rusia para serenarse. En una de esas escapadas ideó al príncipe Myshkin.
El príncipe, tras una estancia muy larga en un sanatorio suizo para enfermos psíquicos -o del alma, como decían en Rusia, suavizando bastante el término- regresa para conocer a sus lejanos parientes. En Rusia es invierno y hace mucho frío. Todos llevan abrigos de piel, largos, con forro. Nuestro príncipe viste una chaquetilla y un sombrerito, y en la mano lleva un hatillo con objetos personales. Al lado de generales, de aristócratas de San Petersburgo e incluso del tosco e impertinente comerciante Ragojin, su aspecto es pobre y ridículo. (Breve paréntesis: Un rumano viajó, igualmente en invierno, a Rusia a no sé qué negocios. Regresó a Rumanía con una cazadora gruesa de piel, acolchada por dentro y con un gorro de piel de zorro. Se los había regalado su primer anfitrión ruso al verle tan mal abrigado).

Vuelvo al tema: Lo que a mí me interesa es esa primera impresión, -que puede ser equivocada, como sucede con frecuencia, o fundamental- que causa sobre nosotros el príncipe Myshkin al verse de pronto en la Rusia del Zar, profundamente cristiana, rural, poblada de campesinos con las uñas llenas de tierra, prototipo dostoyevskiano de la pureza del alma, y, en consecuencia, inocente. El problema no es que de él se burlan hasta los necios, sino que esos necios, encerrados en la jaula del totalitarismo zarista habían adquirido una astucia y una capacidad de burla inesperadas pero explicablemente refinadas. Había madurado en ellos –y con el tiempo en todos nosotros, los descendientes de la excrecencia tumoral, salida del zarismo y denominada URSS- la fina astucia del preso, tan útil en la cárcel pero no siempre aprovechable fuera. Pero al príncipe, que resulta ser un finísimo psicólogo, esas burlas no le herían -fíjate- no le producían estragos en el alma. ¿Por qué? Muy sencillo, porque no veía en ellas maldad alguna. Sabía que sus autores pararían, tan pronto como surgiera el riesgo de que las mofas se transformasen en algo demasiado serio, en algo que pudiera causar algún daño. Es el momento en que, los que distinguimos todavía el bien del mal, nos asustamos y no seguimos adelante. Funciona dentro de nosotros, se abre ese resquicio para la cordura.

Las libertades absolutas crean en el hombre la ilusión de que todas las pequeñas libertades están permitidas. Y entonces el hombre no las ama sino que abusa de ellas brutalmente y las abandona como a putas baratas. La libertad de expresión, si es ilimitada y no tiene ningún factor opresivo que la obligue a buscar formas más sutiles de realización, llega a engendrar exageraciones que, por una forma de imposición multitudinaria desbocada y delirante, se nos presentan como valores. Y no tenemos otro remedio que aceptarlos  todos al mismo tiempo como algo incuestionable como si quisiéramos encubrir a cualquier precio la falsedad de nuestra propia valoración. Que nosotros, los europeos consideremos que nuestra religión ya no nos ofrece nada sagrado a que aferarnos no significa que debamos tratar de fijar la misma actitud en el ánimo de otras naciones. A no ser que, en secreto, lamentemos haber perdido nuestra propia fe y queramos hacerla perder a otros. El tiro puede salirnos por la culata. Claro que, si el objetivo es que empecemos otra vez a masacrarnos, como ocurrió hace siglos, entonces se entiende. El problema es que de las guerras provocadas por los artistas se benefician coroneles y generales, brutos y los asesinos en serie.

En Europa las libertades viven su edad de oro. No ha habido en la historia europea un período mejor para su desarrollo. Y deberíamos aprovecharlo para solucionar este conflicto con nuestra propia fe, porque damos la impresión de inmadurez cultural. En el siglo XXI Dios debe ser un valor cultural aceptado como aceptamos la Capilla Sixtina de Miguel Angel, los cuadros de El Greco, de Caravaggio, de Rafael, de Rubens, de Murillo, de Leonardo. Como aceptamos las catedrales y las iglesias que atraen a tantos turistas extranjeros. Yo, por ejemplo, un inocente recién salido de un sistema totalitario y apenas incorporado a la democracia, prefiero reafirmarme en mi fe, no redefinirla. Lo consigo contemplando pinturas como la Inmaculada Concepción de Esteban Murillo.

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

2 respuestas a «Redefiniendo la fe»

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