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Leyendo a Houellebecq

por Marisol Oviaño

leyendo a houllebecq

En cuanto llegaron  los primeros ejemplares de Sumisión a la trinchera proscrita , aparté uno para mí. Y coloqué todos los demás en el escaparate como si fueran peldaños de una escalera hacia el cielo, en homenaje a la torre Eiffel que ilustra la portada del último libro de Houellebecq.

Mientras, la maquinaria de la promoción hacía su trabajo -que en esta ocasión ha debido resultar todavía más fácil gracias a los atentados islamistas de París-, y todos los grandes medios están publicando estos días entrevistas al vitriólico escritor francés.  Con frecuencia se le acusa de misoginia, pero a veces he pensado que ahora se llama misógino a todo lo que no sean loas a la mujer; yo misma –que no represento a nadie más que a mí misma-  estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dice, yo también veo la misma sociedad decadente que él.  En una de sus entrevistas afirma que las mujeres deberían leer sus libros como manuales para saber lo que realmente piensan los hombres, y creo que acierta de plano: H. dice lo que ni hombres ni mujeres se atreven a decir.

Para botón de muestra, este diálogo  del capítulo I (pág. 40):

– ¿Tan deprimido parezco? –pregunté después de un nuevo silencio.

– No, deprimido no, pero en cierto sentido es peor, en ti siempre hay una especie de honestidad anormal, una incapacidad para esos compromisos que, a fin de cuentas, le permiten a la gente vivir. Por ejemplo, pongamos que tengas razón acerca del patriarcado, que sea la única fórmula viable. Sin embargo, he estudiado, me he acostumbrado a considerarme un ser individual, una persona dotada de una capacidad de reflexión y de decisión iguales a las del hombre, así que ¿qué hacemos ahora conmigo? ¿Soy prescindible?

La respuesta correcta era probablemente “Sí”, pero callé, después de todo quizá yo no fuera tan honesto. El sushi aún no había llegado. Me serví otra copa de bourbon, era ya la tercera. Nick Drake seguía evocando a chicas puras, a antiguas princesas. Y yo seguía sin tener ganas de hacerle un hijo, ni de compartir las tareas, ni de comprar una mochila portabebés.

Como H., creo que la familia es el único lugar seguro. Pero yo, al contrario que él, sé de lo que hablo: mi madre me quiere, mi padre me quería, mis hermanos me quieren, yo les quiero a ellos y a mis hijos, que a su vez me quieren a mí.  Tener familia  me permite no caer en idealizaciones. (H. añora la familia que nunca tuvo).  Yo, al contario que H., he estado en todos los lados de la familia: he sido nieta, hija, hermana, sobrina, esposa devota que tiene preparada la comida cuando el maridito llega a casa,  madre que no se despega de la cabecera de la cama del niño enfermo y, desde hace diez años, además, padre y cabeza de familia. Es decir, tengo mucha más experiencia que H. en cuestiones de familia. Por eso, aunque en el análisis de la situación coincido en muchas cosas con él, no creo que la solución a todos los problemas sea volver a un patriarcado en el que la mujer esté sometida.   Que se someta el que quiera, independientemente de su sexo. Porque en el patriarcado, y eso es algo que H. no debe saber, muchos hombres eran los grandes sometidos.

Y ya me callo, que todavía me faltan unas 50 páginas para acabar Sumisión.

 

 

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