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Economistas de barrio

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Miguel Pérez de lema

Mi peluquero es un hombre de su tiempo. Es el español medio hecho carne. Trabaja él solo en su pequeño local con dos sillones en el que inevitablemente hay uno vacío, y está al tanto de lo que sucede, no porque se lo cuente la radio -él tiene siempre el hilo musical puesto- sino porque lleva «la coyuntura» puesta.

Me comenta que el Gobierno le subió los impuestos del 8% al 21% y él hizo cálculos mentales de precisión. Esa precisión de la persona física que sabe que hay que poner tanto para la luz, tanto para ir al mercado, y no hay espacio para la creatividad contable ni prevaricadores en la agenda. El servicio es a 12 euros y hay días buenos en que no para y puede hacer hasta 20 cabezas, pero hay muchas mañanas entre semana en que no hay faena. Lo cual que tuvo que ampliar su jornada semanal de cinco a seis días.

Cortarse el pelo, me dice, se ha convertido en una cosa de lujo, y la gente se lo piensa y cada vez hay más clientes que le visitan más espaciadamente. El madrileño se ha a acostumbrado a ir por la vida con un centímetro de más.

Mientras me pongo la chaqueta y le pago, le comento que ronda en el ambiente la idea de que esa subida acabe corrigiéndose y sus impuestos se queden en un 15%. Y se pone muy contento, casi agradecido a ese monstruo invisible que determina la viabilidad de su negocio y de su vida, porque este hombre no tiene otra expectativa que seguir haciendo lo que hace, que además lo hace bien, con su único sillón ocupado el mayor tiempo posible, dialogando con sus cabezas habituales, y rodeado de sus Intervius y sus Marcas, y su «corner» de venta de perfumes de imitación.

Del 8% al 15% va casi el doble, pero si antes se ha subido al triple, la gente acaba por recibirlo con buena disposición, le digo a mi peluquero. Y él me cobra con una sonrisa mientras, seguramente, su cabeza ya está calculando el efecto del rumor en su agenda y su economía. De pronto, se ha vuelto un poco rico. Muchas cuentas le acaban de encajar.

Salgo de allí casi con un ligero sentimiento de responsabilidad porque yo sé, y no se lo he dicho, que no está nada claro que finalmente se vayan a reducir los impuestos. Pero la pequeña alegría ya está dada, y decido computarla como mi buena acción del día.

La esperanza, en España, es lo último que se gana. Me hago el propósito firme de mentir, abiertamente, más a menudo. En un país en el que casi siempre informar es revolver las tripas a los paisanos, pasémonos a la ficción, abracemos cualquier utopía, veamos a la Virgen en una mancha, surrealicemos el barrio. Es lo que nos queda.

 

 

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