por Robert Lozinski
Imagen en contexto original:
No me sorprende que los políticos no hagan gran cosa por nosotros, el resto de los mortales. O que no hagan lo que nosotros esperamos que hagan. Es explicable. Imagínense lo difícil que ha sido para ellos llegar a la gran política, la cantidad de zancadillas que han tenido que esquivar, el sinfín de zapatazos en el traserín que han debido soportar, la lluvia de escupitajos que han tenido que limpiarse de la cara con el pañuelo de la sumisión, mansedumbre y sueños de revancha. Escaños de diputado, de senador o de parlamentario son butacas de descanso, de relajación tras un largo camino de pruebas y sufrimientos infligidos por sus semejantes, el verdadero via crucis de cada arribista ambicioso que sueña con llegar y… quedarse. La codiciada butaca es el final de una carrera. Llega uno cansado, con ganas de echar una siestecita a la sombra del frondoso árbol de la autosatisfacción.
Somos ingenuos si suponemos que nuestro hombre, una vez cumplido su sueño, se va a poner a trabajar sin descanso para el bien de todos nosotros. Lo único que querrá hacer es disfrutar cuanto pueda de este rinconcito cálido, sin arriesgarse a estropear esa armonía personal ni con lo que haga ni con lo que diga. Y si, con el tiempo, otro arribista ambicioso acaba suplantándole el puesto, no pasa nada; tendrá garantizada una comodísima pensión y vivirá una ancianidad rodeada del calor de ese capullo de seda que ha sabido hilarse concienzudamente. Toda la seda para él, por supuesto. ¿Para quién si no, Dios mío? ¡Vaya insensatez!
Escribir sobre política y políticos me aburre y me cansa. Al escribir, deberíamos enriquecer el alma, no dejarla extenuada, vacía, casi al borde de la ruina como la siento cuando pongo punto final a un tema sobre esa cotidianidad que una panda de individuos se encargan de hacer sórdida y a veces incluso insoportable. Pero no puedo evitarlo. Yo no me meto en política, dicen mis conciudadanos -y hacen bien tratando de desarrollar su existencia al margen de esta miseria- pero es que la muy zorra se mete ella en nuestras vidas, entra a saco causando estragos que quisiéramos ignorar.
Olvídate un poco de la enfermedad, suele recomendar el médico. Toma el aire, piensa en otra cosa, sal a dar un paseo. Ya lo sé, doctor, ya lo sé. No sé si se han fijado pero es eso precisamente lo que prentende nuestro hombre: que el asco que ha causado dentro de nosotros sea tan grande que queramos evadirnos hacia otros mundos, más bellos.
Y entonces él se pondrá a reír a carcajadas, plenamente satisfecho y pulsará la última tecla: mission accomplie. Habremos llegado al estado de idiotez total. Si no es este el objetivo final que pretende, yo no me explico cómo, entre tanto descontento ciudadano, su casta prospera.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena