por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: Jacobking
Y a pesar de todo sigo trabajando. Estoy haciendo todo lo posible, lucho por vencer todos los obstáculos –es que a veces no tengo dinero ni para pagarme un viaje en el metro- que se me ponen por delante para llegar a mi curro mal pagado. La esclavitud podría ser esta, currar por un sueldo de hambre y tener miedo a no perderlo. Si no me pagan, no me necesitan. Así de claro. Y aún aun así voy al trabajo con una sonrisa; menudo muermo de profesor, dirían mis alumnos que no tienen ninguna culpa de que la sociedad valore en tan poco lo que hago. Mi cabreo es interior, lo que es peor porque es el que se encarga de ablandar el cerebro.
Estamos otra vez de elecciones. Vamos a cambiar de presidente. Me siento como si viviera en un estado de alerta. La lucha por el poder, que Traian Basescu y su entorno no quieren perder bajo ningún concepto, es atroz. Nosotros, el pueblo, hemos aceptado durante los últimos 10 años, con una especie de malvada resignación –es verdad que nos mola ponernos a prueba y ver hasta dónde somos capaces de aguantar las humillaciones-, todas la mentiras que nos fueron diciendo, que nos mandaran a tomar por saco cada vez que abríamos la boca para manifestar nuestro descontento, que por toda reforma nos rebajaran más de 25 % los sueldos que ya eran de hambre. Lo cierto es que no nos manifestamos lo bastante. No sabemos hacerlo. No disfrutamos de una época de gracia después de la dictadura para conseguir orientarnos lo suficiente, entender la marcha de las cosas dentro de la libertad. No nos alegramos de los frutos de la prosperidad económica sofocados en ciernes por la crisis.
Pensar sólo en conseguir sustento nos vuelve apáticos y huidizos. Soñar con enriquecernos desmesuradamente y pronto nos hace inhumanos, insensibles ante lo que no me incumbe, superficialmente emotivos con los semejantes que sufren. Aunque no nos demos cuenta, los últimos diez años nos han transformado en unos desalmados que nos esforzamos por comportarnos civilizadamente. ¿Por qué? Porque ellos nos han enseñado que la suciedad no tiene límites, que cualquier recurso, con tal de conseguir el objetivo, vale, que no hay Dios y está todo permitido. ¡Cómo habremos saltado de alegría al saberlo!
Traian Basescu, el presidente marinero, nos dice adiós. Tras él queda una estela contaminante como la podredumbre arrojada al mar por un barco. Ojalá consigamos limpiarla pronto pero lo dudo; chapotear en ese charco de miseria podría resultar cómodo para muchos. Por un momento me pregunté qué voy a hacer si salen elegidos sus continuadores. Lo de siempre, me contesté en seguida, vas a hacer lo de siempre, seguir yendo a tu curro mal pagado. Lo bueno de la desilusión es que te vas acostumbrando y con el tiempo le encuentras incluso un lado bueno; el de no esperar nada de nadie.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena