por Marisol Oviaño
– Por favor, no dejes de escribirme.
Aunque los dos estábamos llorando, todo era tan delirante que no pude evitar una risita de puro agotamiento. Llevaba mucho tiempo escribiéndote, pero tú jamás habías hecho acuse de recibo de mis correos, y yo había llegado a creer que los borrabas sin abrir en cuanto llegaban a tu bandeja de entrada. Te escribía como quien lanza un mensaje en una botella al mar.
– Leo todo lo que escribes, me hacen mucho bien esas putas verdades incontestables –suspiraste secándote las lágrimas de un manotazo.
La vida te había mandado una sucesión de tragedias que nadie podría remontar sin el apoyo de los otros; pero si te ofrecíamos ayuda, mostrabas una sonrisa de atrezo y contestabas invariablemente: “¡Si yo estoy de puta madre!”. Te lo estabas gastando todo en el vicio de aparentar y en anestesiar el sufrimiento en cuanto éste amenazaba con hacer acto de presencia. Y en lugar de buscar un rinconcito en el que dar rienda suelta al llanto, gastabas por los bares un ridículo orgullo que daba vergüenza ajena.
No eras tú.
El gran hombre que habías sido luchaba solo contra el desconocido que te estaba creciendo dentro. Pero el otro iba ganando.Y no consentía que nadie se acercara a tenderte una mano. Sobre todo no dejaba que me acercara yo, que entonces era la única que podía ver al intruso que te estaba matando.
Aquella mañana había conseguido violar su perímetro de seguridad y te había ayudado a escapar un rato de su vigilancia. Sin embargo ya se te veía derrotado, y no quisiste alejarte mucho de tu carcelero. Por primera vez en mucho tiempo, el hombre al que yo había amado se asomaba a tus ojos; pero me barruntaba que te rendirías sin condiciones en cuanto me marchara. Que te echarías a un lado cuando tu peor enemigo viniera a por tus hijos. Que aquella sería la última tregua entre nosotros. Y tú también lo sabías.
– No dejes de escribirme –suplicaste cuando nos despedimos -. No me dejes olvidar.
Después, regresaste como un perrillo a los brazos de tu nuevo amo, que borró los archivos de todo lo que amabas y reseteó tu sistema operativo.
Yo todavía tuve que luchar una larga, muy larga, temporada contra él.
Pero ni siquiera entonces dejé de escribirte.
Tardé un par de años en conseguir que el enemigo se alejara de nosotros con el rabo entre las piernas. Pero, a pesar de que todos me decían que tú estabas muerto, he seguido escribiéndote todo este tiempo. Al principio mucho, a veces te enviaba fotos de tus hijos, al final un par de correos al año y algún que otro mensa. El último hace tres semanas, el día que hacía 21 años que eras padre.
Nunca contestabas.
Pero yo sabía que algo de ti seguía latiendo en algún profundo lugar de nuestro enemigo, y aprendí a no necesitar respuestas.
Te escribía con la fe de esa viuda que ha recibido un papel en el que pone que su marido está “desaparecido en combate”, pero no un cadáver que enterrar.
Te escribía porque cuando éramos novios eras capaz de hacer sesenta kilómetros en la furgonetilla de Wap sólo para darme un beso entre clase y clase.
Te escribía porque gracias a ti pude quedarme en casa a cuidar de nuestros hijos, esos cabroncetes que cada dos por tres intentaban morirse.
Te escribía porque la primera noche que Eude pasó en casa después de muchos meses de hospital, bailaste a oscuras conmigo en el salón.
Te escribía porque a principios de enero cogías la calculadora y me preguntabas “¿Cuánto necesitas que gane este año?”.
Te escribía porque hubo una ocasión en la que los tuvimos a los dos ingresados a la vez, cada uno en hospital.
Te escribía porque habías sido el amor de mi vida y me habías pedido que no te dejara olvidar.
Te escribía porque los dos queríamos creer que una palabra mía bastaría para sanarte.
Te escribía porque era mi manera de dejar una luz encendida en la noche.
Te escribía porque tú y yo nos hemos divertido mucho. Mucho. Mucho.
Te escribía porque yo no estoy libre de pecado.
Te escribía porque me aliviaba escribirte.
Te escribía por aquella pasión.
Te escribía porque sabía que más temprano que tarde alguien me llamaría para anunciarme tu muerte.
Descansa en paz.
3 respuestas a «In memoriam»
Es demasiado íntimo como para hacer ningún comentario más allá de la empatía hacia ti que me provoca…. es para leerlo en silencio. Sólo constatar que eres una gran escritora. Un beso.
Vaya, dejo de acercarme unos meses y veo que repta la melancolía.
En un caso por la muerte de un ser querido y en otro, el de Miguel, porque no termina de aceptar que la corrupción es una debilidad humana. Tan humana como la muerte. La corrupción es el proceso por el cual una función de onda se metamorfosea en otra cosa.
Pero, en lo esencial, –por debajo de la corrupción y del tránsito–, todo permanece. Y esto debe ser no sólo consuelo del apenado sino motivo de regocijo ante lo inevitable del reencuentro.
La semana pasada estuve cerca de uno de mis profesores mientras agonizaba. Tardó en conseguirlo unos cuatro días pero para mí que ya había decidido irse antes y cuando le cogía la mano estaba tocando un cuerpo vivo pero ya sin alma.
Vivimos en una sociedad que se muere y nos toca tratar de dar forma a la resurrección inevitable.
Un fuerte abrazo
Hombre, Manu, me alegro de verte de nuevo.
Sé lo de tu maestro, y me alegro de que hayas podido darle la mano y acompañarle en el tránsito, Yo tuve la oportunidad de hacerlo con mi padre y sé que acompañar a los seres queridos en ese momento deja un recuerdo que siempre calienta el alma..
Las circunstancias de las dos muertes no pueden ser más distintas: tú tuviste tiempo de despedirte de tu maestro, que aprendió y enseñó mucho y murió cuando había cumplido su misión, casi con 90 años. Eso es ley de vida, fácil de asumir.
Lo nuestro (de mis hijos y mío) es un poco más difícil de encajar. Él tenía 51 años, se murió sin avisar, dejó la misión empantanada y a medias y se marchó sin haber aprendido nada de nada. Por fortuna sus hijos han estado muy atentos a mis clases y han aprendido a luchar.