por Marisol Oviaño
Imagen en contexto original: thequietus
A veces los demás se vuelven transparentes cuando mienten. Y con frecuencia se dan cuenta de que no consiguen ocultarme la verdad.
Entonces, algunos gritan.
Como ella, que iba subiendo el volumen a medida que se iba sintiendo más y más acorralada por mi silencio. Recuerdo aquella bronca en especial porque ha sido la única ocasión en la que no he tenido que decir absolutamente nada: yo sólo la miraba con algo de lástima mientras ella solita cavaba su tumba. Es lo bueno de los mediocres con demasiado amor propio: si tienes paciencia, te ahorrarán el trabajo de alejarlos de ti.
Todo había empezado por un pequeño percance del que ella era responsable, algo que no habría tenido trascendencia si no lo hubiera negado con una maraña de mentiras intragables y ridículas. Mentía tan descaradamente y tan mal, que hice un comentario jocoso y di el asunto por zanjado. Pero ella insistía en volver a sacar el tema una y otra vez, y a medida que pasaban los días fue adornándolo con detalles cada vez más inverosímiles. Hasta que llegamos a aquella tarde en la que, tras augurarme toda clase de fracasos y sin darme tiempo a abrir la boca, se marchó muy digna dando un portazo.
Lo malo era que tenía que seguir pasando por delante de mi escaparate varias veces al día. Cuando llegaba a donde ella consideraba que empezaba mi campo de visión, se tensaba como un arco, levantaba la cabeza, apretaba el paso y miraba al frente como si su vida dependiera de ignorar mi existencia. A mí todo aquello me resultaba excesivo e innecesario, pues ni siquiera éramos amigas; y si me cruzaba con ella por la calle, la saludaba antes de que se cambiara de acera.
En aquella época el tabaco y yo éramos uno; y cuando me quedaba a trabajar después del horario comercial, echaba las cortinas para fumar a gusto. Era como estar del lado de los buenos en una sala de reconocimiento policial: yo podía ver a quienes a se asomaban a leer los carteles del escaparate, pero ellos no podían verme a mí. Y en una de aquellas ocasiones, cuando estaba apagando el ordenador para irme, ella se acercó al ventanal.
Sentí una terrible desazón y me entraron ganas de avisarle de que yo estaba allí, para que no siguiera dando munición su enemigo imaginario. Pero, ¿cómo hacerlo sin humillarla? Deseé que echara un vistazo rápido y se marchara pronto. Pero no tenía prisa y leyó detenidamente todos y cada uno de los cartelitos, demostrándome que la suya era una indiferencia tan fingida como la de una amante despechada. Sin embargo yo ya lo sabía, no necesitaba aquella información. No me interesaba la leña del árbol caído.
Tenía que marcharme, pero hacerlo mientras ella estuviera allí habría resultado cruel e innecesario. De modo que encendí otro cigarro, aguardé a que se marchara y no salí hasta estar segura de que no corría el riesgo de pisar su gran orgullo de persona pequeña.
Han pasado varios años desde entonces y ella ha debido mudarse, porque ya casi nunca la veo. Pero cuando nos cruzamos por la calle, sigue cambiándose de acera.