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Señoras que siempre tienen razón

por Marisol Oviaño

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Desde que Jorge abrió la peluquería, todas las señoras despistadas del pueblo vienen a parar aquí. Algunas son muy mayores, no ven bien, andan mal de reflejos y la cabeza ya no les rige como antes; no es raro que no se den cuenta de que en mi escaparate hay libros. Pero otras son de mi edad, e incluso más jóvenes.

Con frecuencia Jorge tiene la puerta cerrada y sus clientas tienen que llamar al timbre. Son tantas las veces que llaman al mío por error, que estoy pensando seriamente en poner en mi interruptor una pegatina que diga “ESTO NO ES LA PELUQUERÍA”. Aunque mucho me temo que no serviría de nada: alguna vez he hecho la prueba de no levantarme a abrir, con la esperanza de que se pusieran a leer los artículos de prensa que tengo puestos en la puerta y se dieran cuenta de su equivocación, pero nada. Están tan seguras de sí mismas, que no se molestan en leer una sola letra y vuelven a llamar, impacientes. Y si no abro, empujan la puerta y entran hasta al fondo como burros con anteojeras. Tanto si me levanto a abrirlas como si no, tengo que dejar lo que esté haciendo para explicarles que esto no es la peluquería.

Las menos se disculpan. La gran mayoría casi se ofenden. Como si yo les estuviera haciendo perder su precioso tiempo.

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Jorge abre y cierra antes que yo. Pero el otro día quería terminar un trabajo por la mañana y vine una hora antes de lo habitual. Ya había tres mujeres –más o menos de mi edad- esperando que abrieran la peluquería. En cuanto me vieron sacar las llaves, se colocaron detrás de mí como pollitos que siguieran a la gallina.

– Huy, cómo me extraña tanto amor por la cultura –comenté con cierta sorna-¿Me estabais esperando a mí?
– Claro –contestó una, sorprendida por mi pregunta.
– Pues, en contra de lo que creéis, no es a mí a quien esperáis.
– ¿Cómo que no? –resopló otra de ellas muy ofendida mirando el reloj- Con la prisa que tengo ya podíais ser un poco más puntuales.
– Pero es que tú estás esperando que abran la peluquería, y esto no es la peluquería.
– ¡Vaya que no! –casi gritó indignada.
– Pues no, eso es lo que estoy diciendo –dije sin perder el retintín de cachondeíto-, que esto es una escuela de escritores y una librería –rematé señalando hacia el escaparate.

La gruñona miró en la dirección que mi mano acababa de señalar, vio los libros, dio un respingo y se alejó tres pasos. Por supuesto, no se disculpó por la mala educación con la que se había dirigido a mí segundos antes.

Mientras escribo estas líneas, entra un matrimonio de unos setenta años. Él se queda un poco rezagado, mirando los libros, y ella se acerca hacia mí y apoya las manos en mi mesa.

– Hola.
– Hola, buenos días –contesto.
– Quería pedir hora para el sábado.
– ¿Pedir hora? ¿Para qué?
– Para cortar y…
– Espere, espere: esto no es la peluquería.
– Ah, ¿no?
– No.
– Ah, pues yo creía que sí era.
– ¿No ve que no hay espejos, ni sillones, ni secadores, ni lavaderos, ni…?
– Bueno, pensaba que estaría todo atrás –ha contestado peleona.
– Venga, vámonos –ha intervenido el marido un poco abochornado-, que no es aquí.
Ella ha asentido con la cabeza, y ya se estaba marchando, cuando ha caído en la cuenta de que no había dicho su última palabra. Y se ha dado la vuelta para dirigirse a mí.

– Bueno, así te has entretenido un rato.

2 respuestas a «Señoras que siempre tienen razón»

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