por Marisol Oviaño
Ayer estaba en una fiesta de cumpleaños cuando saltó la alarma de mi programador existencial: “márchate, márchate, márchate, márchate”. Intenté hacerme la remolona, pero eso sólo sirvió para que subiera el volumen “MÁRCHATE, MÁRCHATE, MÁRCHATE”. Estuve a punto de preguntar a las personas que estaban cerca si ellas también oían la orden que yo tenía que obedecer. Pero no lo hice, de sobra sé que esa voz sólo habla para mí.
La he heredado de mi padre, que también se ponía en marcha como movido por un resorte.
– Pero hombre, Paco, con lo que bien que lo estamos pasando ¿por qué te vas de repente? ¿Por qué no os quedáis un ratito más?
– Ya, si lo estamos pasando muy bien –admitía él asintiendo con la cabeza-, pero es que tengo que irme.
Y ayer yo también “tenía” que irme ¿Me marchaba a la francesa y me iba sin decir nada, o me despedía de los más allegados? Si de mí hubiera dependido, habría cerrado los ojos y me habría teletransportado al sofá de mi casa. Pero, a fin de cuentas, aunque marcharse a la francesa es cómodo, limpio y rápido, también es la peor manera de llamar la atención. De modo que opté por la primera opción.
– Pero no te vayas todavía, anda – me dijo Luis mientras colocaba el teclado sobre sus patas-. Quédate un rato. Ahora va a empezar el segundo concierto.
Bien sabe él cuánto me gusta agarrar el micrófono y cantar, o hacer coros. Me tentaba con la música. Pero yo era inflexible.
– No, me voy.
– Pero, ¿te vas porque tienes mejores cosas que hacer o por volver a tu cueva?
– Por la cueva, por la cueva –asentí aliviada de que él pudiera comprenderme.
– Por ahí vamos mal.
– Ya lo sé –admití-. Pero me voy: quiero escribir.
– Puedes escribir en cualquier otro momento, pero la fiesta sólo es hoy.
– Ya lo sé.
– Además, están encendiendo otra vez la barbacoa. Te vas a perder la cena.
– Ya, ya lo sé –asentí incorruptible-. Pero es que… es que… -le miré dudando si confesar algo que en cierto modo me avergüenza- es que ya llevo mucho rato con la gente y… bueno… por hoy ha sido suficiente.
– Estás hablando como una escritora de éxito.
– ¿Por qué?
– Porque los artistas no aguantan a la gente.
– La gente está bien un rato, pero luego apetece volver a la guarida.
– Lo que te digo: una escritora de éxito.
– Bueno, el éxito no es lo peor que me podría pasar.
– Pero piensa que ahora te queremos todos.
– ¿Si llegara el éxito dejaríais de quererme?
– O te preocupas por tus seres queridos o te preocupas por tu obra. Es el precio a pagar por el éxito.
– Entonces no sufras por eso: yo ya he pagado. Y por adelantado. La cosa es que el éxito se ha retrasado y todavía no me ha llegado, pero no tengo ninguna deuda con él.
– No, no lo has pagado todavía.
– Bueno, no me enrolles más, que me voy.
Mientras conducía de vuelta a mi castillo, pensé que cuando Luis se refiere al precio a pagar por el éxito, habla de su propia experiencia como músico. Y los músicos son como los futbolistas: la gloria les llega casi siempre demasiado pronto. Yo, sin embargo, tengo las manos encallecidas, los pulmones encharcados y la visión mermada de tanto picar en la mina, de golpear la montaña una y otra vez para arrancarle una frase sublime, una metáfora sonora, un soplo de eternidad. Yo ya he pagado con mi vida.
Y cuando llegué a casa, hice la cena, me puse a ver una serie con mis hijos y me quedé dormida en el sofá.
(Os recomiendo esta entrevista de Antonio Libertad a Michel Houellebecq, probablemente el escritor más odiado de Europa, en El Mundo)
Foto de Houellebecq de EFE
2 respuestas a «el precio del éxito»
Esto del arte es un poco como el sexo. La autosatisfacción es insuficiente; necesitas al otro para compartir el orgasmo. Puedes disfrutar tocando y grabando música en tu estudio o escribiendo en tu cueva, pero no es lo mismo que la comunión con la gente.
Por eso, tarde o temprano vences la pereza y sales del cubil a buscar a alguien para echar un polvo. Pero aún en el caso de que encuentres con quién y el polvo sea de lujo, más temprano que tarde querrás volver a tu casa para disfrutar recordándolo y quizás componiendo o escribiendo sobre ello.
Dicen que los escritores de raza somos quienes, cuando nos estamos ahogando en el mar, estamos pensando en cómo vamos a contarlo.