por Marisol Oviaño
Imagen en contexto original: rivadavia
Yo he tenido que dejar de fumar porque mis pulmones ya no daban de sí ni para subir las escaleras de casa.
A sus 83 años, ella se alimenta de tabaco, cava y pastillas para dormir.
Así el tiempo pasa más rápido.
Nunca cotizó, tenía una de esas típicas profesiones liberales de intelectual progre, y no cobra pensión de jubilación. Por eso, y porque su vocación lo ha sido todo para ella, siguió trabajando hasta una edad en la que otros ya llevan un par de décadas yendo a la playa con el Imserso .
Se retiró oficialmente en 2012, y desde entonces ha ido tirando del dinero que había ido ahorrando. Pero nunca pensó que la vejez sería tan cara ni que duraría tanto; sus ahorros de hormiguita mermaban a ojos vista, y últimamente vivía sumida en el fango de las preocupaciones económicas.
– Sólo me queda dinero para siete meses –me decía angustiada- Me tengo que morir antes del próximo otoño.
– Hombre, morirse es una opción –concedía yo- Pero no es la única. Estás sentada sobre un montón de dinero: vende tu casa.
Su vivienda siempre había sido demasiado grande para una persona sola: demasiadas habitaciones que limpiar, demasiadas escaleras que subir y bajar, demasiadas cisternas que pierden agua, demasiadas puertas que chirrían, demasiadas ventanas que pueden quedarse abiertas, demasiados grifos que gotean, demasiadas bombillas que se funden… Pero su gato dormitaba feliz al sol en el jardín y ella podía tocar su piano de cola sin molestar a los vecinos.
Su casa no era sólo el buque insignia del éxito profesional de una mujer que siempre había luchado sola, también era su refugio.
Yo entendía su resistencia a ponerla a la venta.
Pero la muerte parece haberse olvidado de ella, y no le ha quedado más remedio que venderla y marcharse a vivir de alquiler.
Hace tres meses estaba angustiada por el dinero.
Ahora tiene dinero, pero cuando se despierta no sabe dónde está.
Cualquier día de estos se levantará y no sabrá quién es.
– ¿Qué tal? –pregunto.
– Resignada – suspira encendiendo un cigarro.
– ¿El dinero que te han dado por la casa no te da seguridad?
– Sí, seguridad sí –contesta sin mucho entusiasmo encogiéndose de hombros-. Pero era mejor el otro plan –dice mirándome a los ojos, cómplice.
– El de morirte.
– Haberme quedado en mi casa y haberme muerto en julio –asiente dando una gran calada-, que era cuando se me acababa el dinero. Estoy tranquila porque no tengo problemas económicos, estoy en un sitio bonito, pero no es mi sitio. Ni el gato ni yo entendemos qué hacemos allí. Tú que eres mi amiga, dime, con sinceridad: ¿Qué necesidad tenía yo de vivir esto?
– Ninguna –admito.
– Tú lo has dicho.
– Bueno, siempre puedes fumar más.
– Sí, eso es un gran consuelo -dice dando una calada con delectación.
– A mí, que soy casi cuarenta años más joven que que tú, no me queda ni eso.
– Cierto, estás enferma -sonríe compasiva-. Qué envidia me das: si quisieras matarte, sólo tendrías que volver a fumar.