por Marisol Oviaño
Foto: nauta30
Después de escribir, lo que más me gusta es poner proyectos en marcha. Me encanta esa fase en la que las ideas van cogiendo forma, y esas primeras reuniones en las que el objetivo es involucrar a los demás para formar un equipo de trabajo.
En el ideario anarquista –al menos en el mío- cada uno se dedica a lo que mejor se le da. Unos son buenos montando motores, otros diagnosticando patologías neurológicas, aquellos levantando casas, los de más allá preparando banquetes y estos vendiendo lo que los anteriores producen. Todos servimos para algo; si siguiéramos nuestras inclinaciones naturales, trabajar sería un placer y la vida resultaría más fácil.
Por eso es tan importante rodearse de gente que ame lo que hace y que entienda a la perfección cuál es su cometido y, por añadidura, sus responsabilidades. En el mundo al que está dando lugar la crisis, los escaqueadores profesionales, esos que sólo trabajan cuando los mira el jefe, están llamados a la extinción. Ahora mismo el movimiento sólo se está produciendo entre profesionales acostumbrados a la libertad, gente que no espera a que alguien le diga lo que tiene que hacer para ponerse en marcha, gente que no necesita un jefe que la vigile porque ellos son los primeros interesados en que las cosas salgan bien.
En el pasado, la inmensa mayoría tenía un solo pagador y desempeñaba siempre la misma tarea. Hoy, somos legión los que dependemos de muchos pagadores; y nuestro trabajo cambia prácticamente a diario. La propia inercia de esta dinámica nos lleva a buscar asociaciones con otros.
Y eso, cuando hay química entre los miembros del equipo –siempre recomendable-resulta sumamente enriquecedor, porque todos aprenden de todos. Y cuando el proyecto termina – o se aborta, que también puede ser-, el equipo deja de ser necesario y la asociación se deshace. Hasta la próxima vez, en la que todos serán un poquito más sabios.