por Marisol Oviaño
Mamá fue la culpable”
Esta frase del prólogo es el hilo del que Julián Herbert comienza a tirar para devanar la madeja de la relación de amor odio que mantiene con su madre.
“Mamá nació el 12 de diciembre de 1942 en la ciudad de San Luis Potosí.
Previsiblemente, fue llamada Guadalupe. Guadalupe Chávez Moreno. Sin
embargo, ella asumió –en parte por darse un aura de misterio, en parte
porque percibe su existencia como un evento criminal- un sinfín de alias a lo largo de su vida (…) La más constante de estas identidades fue la de Marisela Acosta. Con ese nombre, mi madre se dedicó durante décadas al negocio de la prostitución”.
Canción de tumba es un soberbio libro sobre la pinche madre. Y digo libro porque yo no lo llamaría novela, no lo es. Si de mí dependiera, la encuadraría en la postliteratura: el autor escribe sin saber a dónde llegará, porque el desenlace de su obra estará determinado por la evolución de la realidad.
“Esto que escribo es una pieza de suspenso. No por su técnica: en su poética. No para ti, sino para mí. ¿Qué será de estas páginas si mi madre no muere?”.
La madre, enferma de leucemia, está ingresada en un hospital recibiendo quimioterapia, y la vida de su hijo queda en suspenso mientras cuida de ella:
“Mi vida de este mes se asemeja, más que a una tragedia, a la campaña de un candidato a diputado. Todo el día estoy pendiente del celular. Saludo de mano. Abrazo. Regalo libros y caramelos a las enfermeras. Trato a mi mujer y a mi hermana como si fueran mis coordinadoras de comunicación social, a los médicos como mis patrocinadores, a los funcionarios públicos como líderes de mi partido, a mis conocidos como a una necia y manipulable masa de votantes…”
Pero el hijo es escritor, y mata las horas escribiendo en su laptop sobre el devenir familiar y su propia vida, marcada por la profesión y las constantes mudanzas de la madre y, en algunas ocasiones, lastrada por la miseria: “Tres años de pobreza extrema no destruyen. Al contrario: despiertan en uno cierta lucidez visceral”.
Sin embargo, podríamos decir que el hecho de que Marisela trabajase en el negocio de la prostitución es anecdótico, Herbert no se regodea en ello; Canción de tumba no es un libro sobre prostitutas, sino un soberbio y entrañable ajuste de cuentas de un hijo con su madre:
“…la odié desde septiembre de 1992 hasta diciembre de 1999”
“Que una vez cuando era niño alguien me pegó en la calle y mamá me condujo a la comandancia de policía para acusarlo pero el golpe no se notaba. Que para hacer más evidente el daño y castigar así al culpable, ella misma me dio una segunda patada en el tobillo”.
También es un revelador documento sobre los mecanismos internos de los escritores; ya sea ese pragmatismo carroñero que nos lleva a obtener provecho de los dramas:
“¿Y si mamá no muere? ¿Seré justo contigo, lector (…), si te llevo con pistas falsas a través de una redacción que carece de obelisco: un discurso plasma…? No hay que olvidar que soy una puta: tengo una beca, el gobierno mexicano me paga mes con mes por escribir un libro”,
el remordimiento que nos produce dicho pragmatismo:
“… valdrá la pena este archivo de Word si mi madre sobrevive a la leucemia…? La pregunta sola me convierte en una puta de lo peor”.
o nuestra imperiosa necesidad de librarnos del dolor escribiendo sobre él:
“Escribo para transformar lo perceptible. Escribo para entonar el sufrimiento. Pero también escribo para hacer menos incómodo y grosero este sillón de hospital. Para ser un hombre habitable (aunque sea por fantasmas) y, por ende, transitable: alguien útil a mamá (…) porque escribo para volver al cuerpo de ella: escribo para volver a un idioma del que nací”.
Con Canción de tumba Julián Herbert consigue volver al idioma en el que nació, y que nosotros agradezcamos todo lo que Marisela puso de su parte para que su hijo fuera escritor.