por Marisol Oviaño
Cuando me encuentro en la calle con el hombre que me habla, yo estoy tirando la basura al contenedor; soy una metáfora: la vida mancha. Él, que ha pasado un año y medio en el extranjero encerrado en una habitación para evitar que la vida le salpique, se acerca a mí sonriente. Nos damos dos besos y me propone un café rápido; aunque los dos sabemos que rápido no será, el tiempo vuela cuando estamos juntos.
En ningún momento le pregunto por qué ha estado tanto tiempo sin comunicarse conmigo, la vida me ha enseñado que cuando un hombre desaparece es mejor dejarle hacer y no pedirle explicaciones. Ellos ya saben dónde encontrarme cuando necesiten consuelo espiritual, un abrazo, una opinión, un consejo o un poco de refugio. Aunque no es éste último el caso de el hombre que me habla: él sigue una férrea disciplina cuyo objetivo final es no depender de nadie. Y que nadie dependa de él.
Antes, a pesar de su fuerza de voluntad para vivir lejos de los demás, había días en los que sentía la urgencia de hablar con otro ser humano. Entonces llamaba a alguno de sus conocidos –a mí, por ejemplo-, y salía a tomarse unas cervezas. Ahora, aunque los dos charlamos con la complicidad de años pasados, sé que este reencuentro no se habría producido si mi hijo no hubiera estado tan liado esta semana y hubiera podido encargarse de bajar la basura. Entonces yo habría seguido mi camino habitual, y no me habría encontrado con el hombre que me habla. No sé cuándo regresó, probablemente llevemos meses cruzándonos.
Cuando nos despedimos, me digo que el año y medio de aislamiento (en el que imagino miles de horas de vida virtual) ha debido terminar de forjar esa férrea resistencia a los otros. Tal vez ya sólo se alimente de encuentros casuales.