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Los ladrillos que nos hacen más buenos

por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: 123rf

Dentro de un mes más o menos cojo la maleta y me largo. A mi casa del campo, rodeada de hierba salvaje que hay que cortar a mano porque la máquina se atasca.

En un documental sobre casas revolucionarias, de las sin ventanas ni puertas, sólo ángulos que dejan que la luz entre de forma sinusoidal o no sé cómo, el césped era sintético, que no hay que regar ni cortar, y la sombra la hacía un arbolito de plástico. Qué barbaridad, pensé. No están lejos los tiempos en que todos nuestros parques serán así, con alfombras verdes que imiten la asquerosa hierba de antes y plantas artificiales con pinta de matojos o arbustos que ensucian el suelo con sus repugnantes hojas en otoño.

Pero lo más novedoso era que un hogar ya no es un hogar a secas, sino un ambiente para socializar. ¿Con quién? Con mi mujer y mi hijo, por poner mi caso.

Para este tipo de compenetraciones tengo yo otro ejemplo. De los de antes, cuando la familia entera vivía en un solo cuarto porque no había otro, comía del mismo plato con cucharas distintas, y casi compartía la misma cama. En invierno a las personas se les unían los animales para que no pasaran frío en sus establos; las dos cabras, el cerdo, el burro y las gallinas. Todo un belén, sí señor, lleno de armonía, ideal para compenetrarse todos juntos, humanos y bestias. Que no me digan ahora que nuestros abuelos carecían de imaginación a la hora de crear bajo el techo de su vivienda el soñado buen rollo tan de moda en el siglo XXI.

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

2 respuestas a «Los ladrillos que nos hacen más buenos»

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