por Juan Hoppichler
Nicasio me pide que vaya a hacer bulto en una conferencia que imparte sobre economía en la Complutense.
Acudo sobre todo para lucir canas ante amigos suyos de la política, a los que hace años que no veo pero que recuerdo con afecto.
Llego, y para mi decepción, entre la exigua audiencia no reconozco a nadie.
Cuando acaba la taifa, Nicasio me cita en la cafetería. Me cuenta que los correligionarios que conocí de sus años de buscarruidos se han ido todos. Que si Sara investiga protones es Australia, que si Antonio analiza algas en Holanda, que si Zaira diseña iphones en Estados Unidos.
Le veo literalmente solo. Describe un exilio de talentos sobrecogedor. Él mismo está intentando irse. Dice que este país empieza a darle un asco tal que teme estar sicomatizándolo en un eczema que tiene en las piernas.
Nos despedimos con un abrazo.
Ha empezado una huelga de metro, así de vuelta cojo un taxi que se mueve rápido bajo un cielo gris como el cemento. El chófer, un murciano vivaracho y sociable, me sonríe por el espejo. Habla del frío que hace en Madrid y lo malo que está el tráfico. Le contesto con distraídos sí y no. Oigo sin escuchar.
Ha comenzado mi fase biliosa.
Como quedarme quieto conmigo mismo cuando estoy así es una tortura, en vez de subir a mi apartamento, me pongo a pasear para ver si exudo un poco.
Entro en un bar porque veo que tienen una pantalla con una película bélica, pero en seguida se me sientan al lado tres futboleros indistintos, que disertan sobre la rápida reincorporación de Messi al juego tras su lesión.
Se los ve felices y yo lamento no tener una pistola.
Salgo del local sin saber quién gana finalmente la guerra, si los asiáticos o los rubios. Y me voy a FNAC, que siempre es un buen plan B cuando se me antoja el homicidio. En la puerta hay un vigilante de seguridad al que nadie parece ver y yo, en un exceso de humanidad, le saludo cordial para que sepa que al menos para mí no es invisible. Él responde con un hola asténico.
Justo entonces recibo una llamada y pido a los dioses que sea alguien que quiera quedar conmigo.
En efecto es C, una de mis amigas bipolares, que anegada en lágrimas, murmura que iba al viaducto a tirarse, pero que ahora han puesto una barandas de cristal y que así no hay manera, que si ya no tenemos derecho ni a eso (que está triste no lo dudo, pero sospecho que lo de inmolarse es más bien un toque melodramático para aderezar el llanto).
Le digo que vaya caminado hacia Cubos, que nos encontramos en el Café y Té.
Cuando la veo tiene la mirada enrojecida, el maquillaje corrido y un vestido de fiesta magullado. También huele un poco mal. Todo indica que no ha dormido en mucho tiempo.
Me cuenta que al salir pedo del after, un par de horas antes, llamó a su padre al pueblo, y que su éste le gritó guarra y puta, y que no llamara más, que él no tiene hija.
C siempre está con lo mismo. Su padre es un cafre brutal y su madre una ama de casa sin sustancia. Lleva intentando empatizar con ellos desde niña, pero siempre la rechazan. Lo último es que han descubierto que hace perfomaces desnuda, y para qué más.
Ella se castiga con drogas e insomnios. No lo comprendo.
Le propongo una vez más que deje a esa gente ya, que se puede vivir sin progenitores, y que además ella gana bien, que ni por dinero necesita seguir tratándolos.
Replica que eso es imposible, que aunque queramos no querer a nuestros padres, inconscientemente lo hacemos.
Yo le explico que eso es cristianismo freudiano de baratillo, y que yo soy de Sartre y creo que claro que podemos elegir no querer, que somos radicalmente libres y que negarse a aceptarlo es un ejemplo de mala fe, o más castizo, de mala baba.
Me dice que no me entiende pero que le hace bien hablar conmigo, que si puede acompañarme el resto del día.
La perspectiva de cuidar de alguien que se siente peor que yo me anima. Mi angustia se evapora ya del todo.
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