Domingo por la mañana.
El sol empieza a entrar por la ventana. Hasta las cinco de la tarde, nuestro salón parecerá un balneario.
Hace varias horas que el primogénito se fue a trabajar. Supercor le ha contratado para la campaña de Navidad, y los fines de semana se levanta a las seis de las mañana, coge el coche, conduce veinte kilómetros por carreteras brumosas y trabaja siete horas cargando hielo, barriendo agua, sacando basura a los contenedores y, si hace falta, despachando calamares, almejas, gambas… cosas para las que no haga falta conocer el oficio de pescadero. “Al menos no tengo que limpiar pescado”. Aunque lo que más le consuela es el dinero que le van a pagar: nunca había ganado tanto en tan poco tiempo. Ya ha trabajado antes: seis meses de cajero y, la temporada de verano, de camarero en un catering de bodas. Cuando acabe las dos carreras que está estudiando –“todo esto me está ayudando a tener claro que yo no dejo de estudiar ni de coña”- , tendrá amplia experiencia laboral.
Mientras trabaja, su hermana y yo limpiaremos la casa, cogeremos el autobús –él se ha llevado el único coche- y le esperaremos en casa de Cris para comer.
Hoy, el gato será el único que se eche la siesta al solecito en el salón.