por Robert Lozinski
(Música para escuchar mientras se lee)
El trotskista-marxista Chávez ha ganado otra vez. En el Krémlin lo han celebrado y en seguida le han enviado al amigo de Rusia un telegrama de felicitación. Pero no por razones ideológicas. Las ideologías hace tiempo que han muerto. O no han existido. O han sido borradas por las reformas, la perestroika o los banqueros. Hoy día prevalecen la exportación de armas y la explotación de los yacimientos petrolíferos. También prevalecían hace veinticinco o treinta años, pero de ello no se hablaba, sino sólo de la imposición de la paz en todo el mundo por la que la URSS luchaba sin descanso. Nos lo tragábamos con vodka, pepinillos salados, bromas y buen rollo estudiantil.
La Unión Soviética acogía amistosamente a jóvenes de todos los países amigos de América Latina para que pudieran continuar de forma gratuita sus estudios: cantina barata, transporte a precios de risa y alojamiento por la cara.
En la Universidad de Kishinau había un grupo numeroso de estudiantes latinoamericanos. Me introdujo en uno de esos círculos un marxista mejicano, de una familia burguesa de Méjico DF: padre empresario, casona con columnas y escaleras de mármol, hermana pequeñam cuya foto me enseñó. Guapita y vestida elegantemente. Te convendría, me dijo con una sonrisa guasona en los labios.
Lo conocí por casualidad en un terraza donde yo estaba con los míos brindando por el día que aún no se había acabado. Estaba solo y tomaba algo, una cerveza si no recuerdo mal. Eran finales de octubre o, tal vez, principios de noviembre y en esa época del año en la Unión Soviética siempre ha hecho mucho frío. Alguien gritó ¡Robert, aquí hay un español! Nos abrazamos como dos carnales de toda la vida.
A él le enseñaba yo el idioma de Dostoyevski recibiendo a cambio las primeras nociones de un vivo y lleno de armonías español mejicano. Entre nosotros se estableció una buena química que me satisfacía plenamente; aprendía más que todos mis compañeros juntos y pasaba las tardes en restaurantes donde transcurrían nuestras clases, comiendo y bebiendo por cuenta de su billetero lleno de dólares. Tenía una grabadora minúscula que abría siempre que yo leía un fragmento de “Crimen y castigo”. Para escucharlos, decía, una vez encerrado en la habitación del albergue. Me reía mucho con él porque le costaba aprender las declinaciones.
– ¿Pero cómo es posible que mi apellido cambie tantas veces?
Se llamaba Ramírez y, según las preguntas que se hacen en ruso al nombre propio, Ramírez se convertía en Ramírezu o Ramíreza (¿a quién?), Ramirezom (¿con quién?), Ramíreze (¿sobre quién?).
Una noche fui al albergue a buscarle pero ya no estaba. Desapareció sin despedirse. Entonces pensé que era una especie de espía.
Pero, por encima de todo, era buena gente. Afirmaba creer firmemente en la justicia y en la revolución total. Sus amigos latinoamericanos decían que Latinoamérica es y será siempre marxista. Había en cada uno un trozo de Che, un desprecio manifiesto por la comodidad y el confort, un orgullo de ser pobre y creo que hasta el deseo de seguir siéndolo. Yo veía en cada uno un Don Segundo que para mí era, por aquel entonces, la representación del hombre latinoamericano; libre, navajero, anarquista. Claro que ni la Unión Soviética se había desintegrado aún ni el comunismo europeo se había ido a tomar por saco.
Me he acordado de esto ahora siguiendo la victoria de Hugo Chávez y la manera bárbara del pueblo de festejarla. Me he acordado de Ramírez, el mejicano marxista y de la panda de latinoamericanos que bebían vodka como cosacos. Es esto Latinskaia Amerika, me decía el hijo de Méjico tratando de pronunciar correctamente en ruso y enviándome guiños cómplices. Cuando todos estábamos ya bastante cocidos y nos abrazábamos como hermanos, un cubanito pequeño y fortachón sintió curiosidad por conocer mis planes de futuro. Le dije que traductor en Cuba o algo por el estilo. Para hacer algo en la vida hay que tener contactos, dijo con una palmadita en el hombro. Seguimos brindando y una chica de ojos negros, cubana o nicaragüense, no me acuerdo muy bien, tocó a la guitarra, con un tonillo tropical que caldeaba el ruso haciéndolo más suave, Ochi chornye. Os dejo unas estrofas traducidas libremente.
Ojos negros
Ojos apasionantes
Ojos que queman
Ojos muy bellos
Cómo os quiero
Cómo os temo
Para mi desgracia
Os conocí
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena