por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: dihargentina
Un día que el hombre que vive al filo estaba comiendo con nosotros, le dijo a mi hija refiriéndose a mi primogénito:
– Es una suerte que tengáis un hombre en la casa.
A lo que ella contestó:
– ¡Ja!
Entonces ella tenía 12 ó 13 años, su padre llevaba mucho tiempo desaparecido en combate (sólo puedo pensar en mí mismo), y parecía que su hermano no tenía más propósito en la vida que meterse con ella a todas horas y hacerle la vida imposible. Los hombres no paraban de darle razones para que los odiara, y a mí, que tuve el mejor de los padres y mantengo una cómplice relación con mi hermano, me preocupaba mucho que creciera detestándolos.
Hace siete años que mis hijos y yo vivimos en un triángulo que sólo ve interrumpida su geometría por el gato, que más que romper nuestros vértices es centro de nuestro polígono familiar. Cabía la posibilidad de que mi hija acabara creyendo que los hombres no hacen falta para nada.
Pero durante todo este tiempo han seguido sentándose hombres a nuestra mesa: mi hermano, su tío, el núcleo duro de Proscritos, el hombre que vive al filo, amigos y colaboradores. Y supongo que, además, el bullicio hormonal acaba por imponerse a las circunstancias sociales y rompe toda resistencia: la niña que recelaba del género masculino, mutó en adolescente que se arregla frente al espejo cada vez que queda con la pandilla.
Sea como fuere, ha comprendido que los hombres son necesarios para la vida.