por Juan Hopplicher
Nicasio golpeó hace años a un policía en Madrid.
Fue en una jarana universitaria por alguna causa política que no me interesaba lo más mínimo.
Pero le detuvieron y tuvo que pasar por una rueda de reconocimiento.
Como nos parecemos bastante, su abogado me pidió que me presentara yo a su lado para ver si despistábamos al policía agredido, y me acusaba a mí -que tenía coartada- para que su testimonio quedara en entredicho.
Disfrazamos a Nicasio de tipo normal y yo me puse camiseta castrista y pañuelo palestino.
Allí, en los sótanos de los juzgados de Plaza Castilla, en los calabozos sórdidos y pestíferos, al ver a los gitanos aplastados y sus familias angustiadas, las celdas, las rejas y las cámaras, sentí tanta vergüenza de no haber sido arrestado nunca, que deseé haber sido yo el que pegó al agente.
Estaba dispuesto a inculparme solo para aliviar mi conciencia.
Con las luces sobre nuestras caras, clave mis ojos llenos de desprecio sobre el espejo que ocultaba a los funcionarios. Quería que sintieran mi odio y fueran a por mí incluso sabiendo que yo no había sido.
Por supuesto no me dieron ese placer, y el policía señaló sin dudarlo a Nicasio, que tuvo que pagar con unos meses de arresto domiciliario.