Miguel Pérez de Lema
Hannah Arendt subtituló su libro «Eichmann en Jerusalén», «Un informe sobre la banalidad del mal». Más tarde algún columnista europeo recogería la expresión «la banalidad del mal» y desde entonces se usa mucho, casi con cualquier motivo, muy a niveldetertulia. Es una cita que viste.
El libro se fraguó cuando Hannah Arendt asistió, como enviada de la revista New Yorker, al juicio contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Israel, por crímenes contra la humanidad. Allí la politóloga y filósofa, observó con impotencia que en los actos de Eichmann no había un odio específico, ni una crueldad malsana. La ausencia de motivos personales, la obediencia debida, el dejarse llevar, resultaban aun más desoladores que la maldad.
Como la cita se usa tanto, me ha parecido que se puede llevar hasta hoy y hasta el terreno del mal gusto, que es el sello de nuestro tiempo. Hay una generación, la que nos sigue, criada en el mal gusto y que carece de defensas, de punto de vista, de sentido de la ironía. Quiero decir que el juego con el mal gusto de la posmodernidad, era un acuerdo entre personas educadas en la vieja cultura, personas con referentes. Lo que se llama personas formadas.
El mal gusto postmoderno, trabajaba en una segunda o tercera línea de significación, era autoparódico, barroco, civilizado. Pero pasaron los años y el mal gusto se quedó ahí, no ya como simpática ingeniosidad, sino como main stream. No hay ya diferencia entre gusto y buen gusto. Todo fluye en el mismo torrente caótico de mensajes entrecortados, y estraga las conciencias ágrafas de muchachos que apenas manejan un vocabulario de mil palabras.
Y al igual que Eichmann representaba la banalidad de mal, por su dejarse llevar, por su obediencia debida, nosotros hemos obedecido a la banalidad del mal gusto. Si por algo será recordada nuestra época es por nuestra renuncia al absoluto de la belleza, que quizá sea la condición final -tras el asesinato de Dios- para dar el salto de la especie humana a otra cosa. A la la post humanidad.