por Robert Lozinski
Fotografías en contexto original: fotosmilitares
En las clases de Historia de España de la facultad nos contaron bastante poco sobre la División Azul. No más de lo que un estudiante soviético debía saber. Y sólo desde un punto de vista: el de que juraron lealtad al Führer, el odiado enemigo de la Unión Soviética. La raya entre los malos y los buenos estaba dibujada con claridad: por un lado se situaban Hítler, Franco y la Falange y, por el otro, Stalin y todos los generales del Ejército Rojo.
Para los soviéticos los divisionarios eran un enemigo más a batir. Formaban parte de la cruzada internacional organizada por el Occidente contra del joven estado socialista. Según se puede leer todavía hoy en las fuentes rusas (no muchas hasta el momento), el contingente español fue desde el principio menospreciado por los altos mandos del Ejército Rojo y de la Wehrmacht. El soldado español es pintado sumariamente como morenucho y desaliñado, en una mano el fusil no muy bien engrasado y en la otra una guitarra destemplada; algo juerguista y ladronzuelo de alimentos, indisciplinado y a menudo irrespetuoso con sus comandantes, pero nunca cobarde, dotado de un valor natural, no impuesto por las órdenes; misericorde con la población civil y hasta simpático con los niños, de quienes los Pacos y Pepes se solían rodear cuando iban paseando en carros por el pueblo.
Los pocos testigos que aún quedaban hace unos diez o quince años, contaban que las tropas españolas no llegaban en camiones o motos como los alemanes, sino en carros destartalados tirados por caballos o bueyes. Desabotonado el uniforme, venían ligeramente achispados, alegres, cantando y tocando las guitarras. Su llegada se parecía más bien al desfile de algún carnaval o circo itinerante. A pesar de que las normas alemanas lo prohibían, enseguida hacían buenas migas con la población, cambiando cigarrillos o chocolatinas por alimentos frescos y haciendo guiños a alguna que otra moza especialmente atractiva. Su misión estaba clara desde el principio: venían voluntariamente a librar a todos ellos de la tiranía del comunismo, para volver luego a España con la satisfacción del deber cumplido. Los hispánicos participarían en las procesiones religiosas, trabajarían codo a codo con los campesinos en los campos, ayudarían a remendar casas y establos, se emborracharían en fiestas pueblerinas y bautizarían callejuelas con nombres españoles.
Pero este a primera vista entrañable ejército, estos mocetones alegres, de ojos negros y largas pestañas, llevaban uniforme fascista, con águila y esvástica en el pecho. Combatiendo al lado de los nazis combatían por el nazismo, y no podían ser tratados sino como enemigos invasores. El repliegue del Ejército Rojo, aconsejado por la experiencia de otras guerras, acabaría con una tremenda ofensiva. La acometida sería feroz. El derroche de material y de vidas humanas alcanzaría proporciones inimaginables. Los intrépidos voluntarios morirían defendiendo sus posiciones:¡que por eso eran españoles, que aquello no era nada, que por allí no pasaban!
¿Enemigo? Sí, pero no total ni tan odiado como los alemanes (o los rumanos, por ejemplo, otros cruzados de causa perdida de antemano). Tal vez porque en el país de los soviets el recuerdo de las Brigadas Internacionales seguía aún bastante vivo y no hacían una diferencia clara entre un falangista o republicano.porque todos eran morenuchos desaliñados y valientes Hubo, al parecer, muchos simpatizantes con el régimen comunista que decidían cambiar de bando creyendo sinceramente que la realidad era acorde a sus sueños. Dionisio Ridruejo, autor respetado en Rusia, en sus “Cuadernos de Rusia” los considera unos pobres ingenuos. Esos pobres ingenuos desconocían la dimensión de la paranoia estalinista, que, en recompensa por su idealismo los hizo engrosar los convoys de presos rumbo a los gulags.
¿Pero sabían combatir estos «aventureros del Mediterráneo”?. Parece que sí. No hay ningún testimonio que nos quiera sugerir lo contrario. Dionisio Ridruejo habla de “cantar y acometer con machete calado, un truco consagrado entre los nuestros por la buena experiencia”. Con ello conseguían impresionar mucho a los soldados soviéticos que venían con ¡hurras! atronadores y en incontables olas. Resulta impresionante la terrible anécdota –de película de Hollywood- del capitán Palacios: una vez agotadas todas las municiones ordenó a sus hombres repeler a los soviéticos a base de bolas de nieve, gritando, tal vez, para animarlos ¡Otro toro! consigna que utilizaban cuando había que rechazar un nuevo ataque.
La expedición de los falangistas españoles en Rusia tuvo una trayectoria desafortunada. La gran exaltación que dominaba a todos los que con optimismo se enrolaban en la división en julio de 1941, se tornó en desaliento a los pocos meses de haber llegado a la patria del autor de “Guerra y Paz”. La guerra tal como la conocían la mayoría, la civil o la marroquí, no se parecía en nada a la contienda rusa: los inmensos espacios nevados y el frío insoportable, de hasta menos 35 grados en invierno; el calor húmedo y las plagas de mosquitos en verano, la asquerosa e imposible de comprender para un español rasputitza –el deshielo que convertía el suelo en una pasta pegajosa que llegaba hasta las rodillas y les llenaba las botas- en primavera; el sentimiento de soledad y abandono incrementado por la vastedad del entorno, la hostilidad del paisaje de aquella zona boscosa de las cercanías de Leningrado. Se sumaba a todo eso los ataques bárbaros de la artillería soviética, que enviaba sobre ellos lluvias de acero encendido.
La marcha triunfal prometida se convirtió en una guerra estática, que consumía la energía y machacaba los nervios hasta la desesperación. Ni los paquetes con chocolate, galletas, turrones y vino que España enviaba de vez en cuando conseguía animarlos. Al contrario, desacostumbrados como estaban ya a comerlos, los acababan empachando. Las canciones animosas con las que habían salido de España –Rusia es cuestión de un día/para nuestra infantería- se tornaron en cantos lánguidos y melancólicos como el paisaje que los rodeaba. Llegaron incluso a poner letras españolas a las melodías rusas.
La retirada de los azules fue decidida en septiembre de 1943 pero los últimos expedicionarios regresarían once años más tarde, en 1954, a bordo del barco Semíramis que atracaría en el puerto de Barcelona un día de principios de abril. A estos les fue dado conocer también los horrores de los gulags, donde, según contaron algunos supervivientes, fueron tratados peor que otros reclusos, por culpa, al parecer, del mismo carácter indomable español. Aún así sobrevivieron. Vencieron uno a uno a todos los toros que les fue enviando el destino, de pie, en una mano el fusil no muy bien engrasado y en la otra una guitarra destemplada, heroicos y humanos a la vez.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena
Una respuesta a «Guitarra y fusil»
Se ve que lo de cantar es muy español.
Cuando empezó la guerra civil, mi padre tenía cinco años. Y nos contaba que los milicianos bajaban la avenida de San Diego para ir al frente cantando con alegría. «Parecía que iban a una fiesta», decía, «pero de allí todos volvían sucios y heridos, gimiendo y llorando».