por Juan Hopplicher
Fotografía en contexto original: caracol.com
A veces voy con mis alumnos al Bronx. Es una vista pedagógica: se supone que allí, ante los yonkis feroces, visualizan lo que les puede pasar si se acercan a las drogas.
El pasado sábado tocó llevar un grupo de seis. Entre ellos venía Natael, uno de mis casos especiales por su indisciplina y violencia. Me preocupaba que se metiera en problemas y pensé en cómo conseguir que se estuviera juicioso. Descartada la coacción o la súplica –que no encendería más que su rebelión- opté por decirle que estaba preocupado, qué íbamos con chicas, que si algún drogadicto las molestara necesitaba saber si podía contar con él. Esa conversación de hombre a hombre funcionó, y Natael se cuadró y arropó vigilante y sereno a sus compañeras.
Cuando todavía bajábamos por el Parque del Tercer Milenio, sucedió algo que no estaba en mis autocomplacidos planes. Un viejo apestoso sin dientes se acercó a pedirle un beso a Jessica. En un nano segundo Natael le había tumbado y le estrangulaba sin titubear.
Cuando la infortunada cabeza ya parecía a punto de explotar, Natael se dirigió a mí.
-¿Lo mato, profe?
-No…no…puedes aflojar- murmuré.
Natael se incorporó y el viejo se retorció liberado tratando de restablecer su aliento.
Nos fuimos rápido de la zona. Me pareció más prudente llevarles al Museo Nacional.
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