Cuando era niña, pasaba el verano en una casita con patio que mis padres alquilaban en la sierra de Madrid.
Mi padre, que sin nosotros era hombre al agua, iba y venía todos los días. Y mientras él trabajaba, nosotros cumplíamos con nuestras pequeñas rutinas diarias: hacíamos la cama, barríamos y limpiábamos el polvo mientras nuestra madre hacía la comida –siempre comíamos en casa-, trabajábamos en los cuadernos de verano y, después, nuestra madre se quitaba el delantal y nos llevaba a la piscina.
A algunos de nuestros amigos les dejaban salir a la calle a la hora de la siesta, pero nosotros no podíamos salir hasta que bajara un poco la canícula. Para que no armáramos bulla, mi madre nos daba a elegir: o dormir o coser. Y las chicas casi nunca teníamos sueño. Empezamos haciendo dobladillos en pañuelos y acabamos haciendo punto de cruz.
Pero, a medida que me adentraba en la adolescencia y me iba convirtiendo en una chica moderna, me iba alejando de coser, aquella cosa tan antediluviana y ancestral. En vano: cuando cumplí 14 años, mi abuela materna me regaló por Reyes un costurero. El que sale en la foto. Y me sentó fatal.
Por el aquel de que en algún sitio hay que guardar las tijeras, lo llevé conmigo cuando me casé, aunque no pensé que fuera a darle alguna utilidad: de vez en cuando cosía un botón que se había caído y, de uvas a brevas, metía el bajo a algún vaquero.
Pero en los últimos años, la caja de los hilos –así la llamamos- se ha convertido en una pieza imprescindible en nuestra casa. Ya no sólo se meten bajos de ropa nueva, ya no sólo se cosen botones que se caen. Ahora se zurcen rotos, se arreglan descosidos y se apañan prendas viejas.
Si aquel día de Reyes de hace treinta y un años me hubieran dicho que llegaría un día en el que daría gracias a dios por haber tenido una madre que me enseñara a coser, me habría partido de risa.
Y mira: ahora soy yo la vieja que cose.
Por si acaso, yo también estoy enseñando a mi hija.
Las herencias se gastan. Lo que se aprende joven, nunca se olvida.
4 respuestas a «la caja de los hilos»
Si le enseñas a tu hijo, tampoco a él le va a sobrar. ¿No te parece?
Yo intentaba hacer una reflexión sobre cómo la crisis ha vuelto a traer costumbres que parecían olvidadas, pero veo que, una vez más, la cosa se va a desviar hacia cuestiones de género.
Voy a ser sincera y políticamente incorrecta:
En el colegio le enseñaron a dar unas puntadas (todavía tengo colgado en la terraza un «tapiz» que me hizo un año por el día de la Madre), y yo me he preocupado de que los dos sepan enhebrar una aguja y coser un botón.
Pero, de la misma manera que su hermana no muestra el más mínimo interés cuando él saca la caja de herramientas; él pasa por completo de la «caja de los hilos».
He intentado enseñar lo básico a los dos pero, por mucho que se empeñen las políticas de igualdad, cada uno siente una inclinación natural hacia diferentes cosas. Y, mira tú por donde, el chico siente interés por cuestiones que han sido tradicionalmente masculinas y la chica hacia cuestiones femeninas.
Yo sé cambiar un enchufe, hacer un empalme, colgar un cuadro, cambiar una rueda del coche… Pero, si hay un hombre cerca -que suele ser mi hijo-, prefiero que se encargue él de esas tareas ¿Tú no?
Fascista!
Claro, porque no tengo ni la más mínima idea, y bien que lo siento, no se si te puedes imaginar lo estafada que me siento cada vez que voy a un taller mecánico y me tratan como si fuera una analfabeta porque no sé ni los más elementales conceptos ni nombres de las piezas. A mi me dan la factura y cuatro piezas viejas que pueden sacar de la basura y decirme que son bujías o bielas…y esta sensación de verte indefenso ante un taller mecánico, ante el electricista o el fontanero que te pasa la factura, o en la tienda de arreglos de ropa que te soplan 12 euros por unos bajos o por cambiar la cremallera digo yo que será igual para quien no tenga ni idea, sea hombre o mujer. Es el desconocimiento lo que te convierte en un filón.