por Marisol Oviaño
Imagen en contexto original: elblogdebernabé
Algunas órdenes de la Comandante cambiaron nuestras vidas para siempre, como aquella de apagar los ordenadores un rato y salir a la calle para hacer el bien sin esperar nada a cambio.
El otro día se lo contamos a el hombre que me habla, y captó la idea a la primera: «¡Ahí reside el verdadero poder!», exclamó alterado por la revelación que acababa de tener.
Yo no sé si es una cuestión de poder, de karma o de justicia divina.
Sólo sé que hacer el bien sin esperar nada a cambio, provoca un subidón difícil de describir.
Esta mañana había una extraña pareja dando vueltas por la calle, como si estuvieran buscando algo y no lo encontraran. Él tendría cerca de setenta años, iba vestido con camisa y pantalones piratas blancos y lleva ejecutivos negros hasta la rodilla y sandalias cerradas: el clásico aspecto de quien hace lo que le da la real gana. Ella tendría poco más de cincuenta –si es que los tenía-, e iba perfectamente conjuntada y maquillada.
Desde el primer momento supe que iban a complicarme la vida.
La tercera vez que pasaron por delante de mi escaparate, se quedaron leyendo nuestro cartel y, tal y como me temía, entraron.
– Perdone ¿puedo hacerle una pregunta? -dijo él con inequívoco acento argentino.
– Sí, claro.
– ¿Usted podría mirarme en Internet la dirección de Aerolíneas Argentinas en Madrid? Llevo un laptop, pero no he conseguido conectarme a ninguna wifi aunque me den las claves.
No me costaba nada hacerles ese pequeño favor y busqué en Google la dirección, que él apuntó en un montón de papelitos que llevaba amarrados con una goma verde.
– Y, dígame ¿es usted- lo dijo con usted, no con vos- asesora literaria?
– Sí.
– Y ¿qué hacen aquí? Este sitio es insólito.
Le conté un poco por encima a qué nos dedicamos y él sonrió con picardía.
– ¡Ah! Se me están ocurriendo tantas cosas según me cuenta… ¿Y usted es escritora?
– Sí.
– Pues espero que le den el premio Nobel muy pronto, como a Mario Vargas Llosa, que lo tiene bien merecido.
Cuando se marcharon, me puse a contestar unos correos que tenía pendientes. Después vi que tenía la página de Google maps abierta y, al ir a cerrarla, descubrí que en los comentarios la gente se quejaba de que Aerolíneas Argentinas había cambiado de dirección y Google no lo reflejaba. No estaban en la calle Velázquez, sino en la calle Princesa.
Sabía que el matrimonio argentino iba a bajar a Madrid en autobús. Probablemente ya estarían camino de Moncloa. No volvería a verlos en mi vida, no era culpa mía que Aerolíneas no hubiera actualizado su dirección en Google, no era mi problema. Pero apunté el teléfono y la dirección de la calle Princesa, colgué el cartel de “vuelvo en 10 minutos” y salí a buscarlos.
Por suerte, todavía no había pasado el autobús y los encontré en la parada. Les expliqué lo que pasaba y les di el papel con las señas. Él me miraba con los ojos muy abiertos sin dar crédito a que alguien pudiera tomarse tantas molestias por unos desconocidos.
– ¡Qué amor!¡Qué buena!¡Qué encanto!
No me quedé a recibir más demostraciones de agradecimiento: hay que hacer el bien sin esperar nada a cambio.
Regresé a la trinchera proscrita y me puse a escribir este artículo antes de que se me bajara el subidón.
5 respuestas a «Hacer el bien sin esperar nada a cambio»
No tengo la menor duda… habría hecho exactamente lo mismo, en esas mismas circunstancias.
Sin embargo, no estoy de acuerdo con un general e incondicional «haz el bien y no mires a quien». En este mundo nuestro de pícaros y aprovechados en busca del máximo beneficio al mínimo coste, y también de escasez de recursos (a repartir), incluso a aquello que se dona hay que buscarle una máxima repercusión positiva.
Hay que mirar a quién (aunque sugiero que sin prejuicios), hay que mirar para qué, e incluso seleccionar según una pirámide de prioridades…
Porque generalmente son los que más necesitan los que también más vergüenza tienen a la hora de pedir lo que sea, y si damos todo lo que tenemos alegremente al primero que lo solicita entonces suele pasar que nos quedamos vacios antes de que cojan el turno los realmente necesitados.
Pues a mí la experiencia me ha enseñado que, si haces el bien sin pensar en el rédito, la vida te devuelve el favor.
Hacer el bien no siempre significa «dar» bienes finitos que puedan arruinarte.
Por ejemplo: todos los días compro el pan en un «super» que hay camino de mi casa. He observado que mucha gente entra con cara de vinagre (por su expresión se diría que los demás le debemos algo), no saluda, echa lo que necesita en la cesta y paga sin abrir la boca.
Otros, saludamos con una sonrisa al llegar, intercambiamos un par de frases intrascendentes y amables con la cajera y nos despedimos con un «hasta luego» generalizado cuando nos vamos. Eso ayuda a que todo parezca un poco más humano. Y cuesta lo mismo que arrastrar nuestro mal rollo allá por donde vamos.
Pues una de dos, Marisol… o no debemos ser muchos haciendo el bien, o los pícaros y aprovechados saben organizarse muy bien para que nuestra bien manifiesta voluntad no llegue realmente a sus destinatarios finales y se quede en varios bolsillos intermedios.
No hay más que ver el estado general de nuestra civilización (y si además tienes idea de la lógica que la corroe…).
Yo te aseguro que según se que algunos mueven el culo más o menos efectivamente… les sonrio más o menos (aunque no me debería «costar» nada) 😉 .
Llega un momento que uno se cansa de ir de fiesytecita «buen rollo» en fiestecita «buen rollo» donde 99% del rendimiento se queda en la fiestecita y su ambiente donde la gente se siente bien sintiéndose solidario pero el momento de meter realmente las manos en la masa y cambiar el mundo aparentemente nunca llega.
Mientras haya demasiado buen rollo… la gente nunca abrirá los ojos a la realidad, prefieren soñar aunque sea despiertos.
Ahora mismo, os deseo un feliz plan de la nueva gerencia económica europea.
Desde que estoy en Bruselas (en una okupación), la cantidad de miseria que veo no tiene nada que envidiar a los relatos que de vez en cuando nos sirve Juan Hopplicher 😉 … refugiados afganos (teóricamente cubiertos por la Convención de Ginebra) obligados a ocupar edificios abandonados y arriesgar sus vidas en huelgas de hambre; gitanos checos y eslovacos que huyen de su país perseguidos por el acoso de grupúsculos fascistas, que tienen que ocupar cada noche un edificio nuevo y verse cada mañana evacuados del mismo por la policía (solo para ponerlos en la puta calle sin ofrecer solución, a un grupo de cincuenta donde MAS DE LA MITAD son niños menores de 15 años 🙁 ).
Y esto acaba de coger un nuevo accelerón… cuesta abajo.
Así que yo soy de la opinión que adormecerse la conciencia diciéndose que ya ponemos todo el buen rollo posible quizás sea lo único de lo que son capaces algunos (ya sea por falta de otros medios o por voluntad), PERO ES ALTAMENTE INSUFICIENTE.
Así, a las claras.
Por eso no estoy por la labor de alabar a quien se limita solo a eso, es… eso también, PERO ADEMÁS…
No depende mi juicio de lo que cuesta, sea mucho, poco o nada… sino de lo que aporta. Hay muchas cosas con las que llenar 24 horas que no cuestan nada, algunas incluso agradables. Algún día habrá que empezar a valorar lo que hacemos por lo que aporta a la comunidad. Si no aporta nada, lo que hacemos es perder un tiempo que no es recuperable.
Bueno, yo no pretendía hacer un artículo de combate social, sino algo más íntimo.
Sólo quería referirme al buen cuerpo que me deja (a mí, no tiene por qué producir el mismo efecto en ti) alegrarle el día a alguien; mi intención era hablar de pequeños placeres privados, nada más.
Habrá que valorar lo que hacemos TODOS en valor de la comunidad, no solo los de siempre a dar y el resto a recibir y a exigir.
En el Imperio Romano había varias clases de ciudadanos repartidos, entre otros criterios, por el de el «aporte social», o «aporte al bien común» (por decirlo de algún modo). Ésto se traducía en que no todos los ciudadanos tenían los mismos derechos.
No se, a lo mejor te refieres a ésto.