por Marisol Oviaño
Habíamos estado en una fiesta en casa de Cris y volvimos de madrugada.
Al día siguiente, mis cachorros se despertaron tarde. Asomaron por el salón desperezándose, prometiéndoselas muy felices. Cuando les dije que teníamos que salir a buzonear los chalets que hay cerca del centro comercial, resoplaron y protestaron un poco. Sólo un poco.
– ¿Cuánto te ha costado la publicidad? –preguntó el futuro estudiante de Derecho y ADE, ése que ha sacado un 10,69 en selectividad- ¿Cuántos alumnos tienen que matricularse en el curso para que la amortices?
– Uno –contesté desinflando su posible contraargumentación financiera-. Sólo me he gastado 14 euros en fotocopias.
Aunque les había dicho que desayunaran y se vistieran, no estaba segura de que nos fuera a dar tiempo. Ya eran las doce, y yo había quedado para comer con Miguel y Antonio en casa de este último, a treinta kilómetros de aquí. Pero mi hijo me convenció de que, entre los tres, acabaríamos antes de las dos. Normalmente es él quién se encarga de las labores de propaganda, de modo que le hice caso.
– También hay que dejar publicidad en todos los limpiaparabrisas: es más efectiva que el buzoneo –dijo con la determinación de un veterano cuando estábamos de camino-. Mucha gente tira toda la publicidad del buzón sin mirarla. Pero en el coche no les queda más remedio que verla. Y además, la ven todos los que pasan a su lado.
Aparqué el coche, dividí el taco de hojas en tres y nos repartimos las calles. Los dos se pusieron los auriculares de sus teléfonos móviles, para ir oyendo música mientras trabajaban, y salieron zumbando. Yo enfilé en dirección contraria. Cuando se me acabaron los papeles, regresé al lugar en el que habíamos aparcado y vi a mi hija. Mi chiquitina. La benjamina de la casa que, ajena a mí, cumplía a conciencia la tarea que le había encomendado. Y una oleada de ternura me empapó de la cabeza a los pies. Mi hijo no tardó en salir de una bocacalle y reunirse con nosotras.
– ¿Ves cómo nos daba tiempo?
Volvimos a subirnos al coche, fuimos a otra zona y apenas tardamos quince minutos en terminar. Cuando nos alejábamos de allí, vimos a un señor que estaba cogiendo la publicidad que habíamos puesto en su parabrisas.
– Mira –dijo el hombre de mi casa con una sonrisa -, uno que ya se está cagando en nosotros.
La vida en el circo es dura.
Pero si tienes la suerte de tener los mejores hijos del mundo, las cosas parecen mucho más fáciles.