Todos los años, por estas fechas, la temida preguntita:
– ¿Qué vamos a hacer este verano?- inquiere mi hija.
Rezar, pienso y no digo.
A pesar de que a diario me oye hablar de la ingeniería financiera que tengo que hacer para llegar a fin de mes, su quinceañero universo de insitituto, chicos guapos y qué me pongo le impiden ver más allá. Pero tampoco yo veía más allá de mí misma a su edad.
Mi madre me había prometido que a principio de curso me compraría una cartera nueva, pero todos los días me daba largas. Hasta que una tarde, harta de que le diera la lata, rompió a llorar y me dijo que no podía comprarla. La empresa de nuestro padre había quebrado. Las grandes constructoras habían dejado de pagar (supongo que, a su vez, a ellas habría dejado de pagarles el Estado) y no había dinero. Ni mi padre ni su socio eran millonarios: vivíamos en un piso de 90 metros en la Prospe, no teníamos criada, ni Mercedes, íbamos a colegios subvencionados y heredábamos uniformes los unos de los otros. Clase media pura y dura.
Los hombres (así llamaba muchas veces mi padre a sus obreros) se habían afiliado a un sindicato que de vez en cuando ponía bombas. Les habían dicho que la fábrica (una nave con tejado de uralita en una parcela de un polígono industrial de medio pelo) valía 300 millones de pesetas. Y que lo repartirían entre todos. Recuerdo que mi padre y su socio comentaban, espantados, que aquello no valía ni la décima parte. Nunca, ni siquiera en los recientes momentos del boom inmobiliario, valió ni siquiera la mitad de lo que decían que valía hace treinta años.
Algunos de los hombres habían sido amigos suyos casi desde la infancia, habían crecido en la empresa. Para mi padre y su socio (mi padrino) debió ser muy duro ver que también ellos participaban en el ritual de ahorcar dos patrones de esparto y prenderlos fuego. Algunos de ellos tomaron parte en la tarea de empapelar nuestro barrio con retratos de ambos y la leyenda: SE BUSCA. En la humilde casita de pueblo que teníamos alquilada en la sierra, pintaron un gato ahorcado: “¡Tartaja, te verás como el gato!” (Creo recordar que ponía “Tartaga”, porque mi primera reacción no fue la del miedo, sino la de ¡hala qué burros, menuda falta de ortografía!)
Corríamos peligro y nos fuimos de Madrid tres o cuatro meses.
En cuanto volvimos, mi padre se puso en marcha otra vez. Su socio no quiso: ya había tenido bastante. Las grandes empresas constructoras, sus clientes de toda la vida, pagaron los primeros suministros para que nuestra empresa pudiera empezar a trabajar.
La abogada laboralista se forró, los hombres no vieron nada de lo que le habían prometido, Algunos de ellos, cuando supieron que mi padre volvía a empezar, le llamaron para pedir trabajo, y él volvió a admitirlos. Todavía tendrían que pasar juntos una o dos crisis más. Con los años acabaron siendo sus hombres de confianza. Uno de ellos arregló la escayola de mi primer piso de casada. Y me contó, sonriendo, que los sindicatos les habían engañado.
– ¿Qué vamos a hacer este verano? – vuelve a insistir mi hija, ajena a mis pensamientos.
– Escribir sobre el dinero.